La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado. El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a través del valle una franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en el centro del estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una excrecencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo de Malpaís.
Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados se abrían pobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.
—¡Qué raro es todo esto! —dijo Lenina—. Muy raro. —Era su expresión condenatoria favorita—. No me gusta. Y tampoco me gusta este hombre.
Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre les precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun ésta tenía algo de hostil.
—Además —agregó Lenina, bajando la voz—, apesta.
Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.
De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera, con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de ellos, casi a cien pies de altura.
—Ojalá hubiésemos traído el helicóptero —dijo Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca—. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de una colina!
Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca se veía un montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.
—Como la Torre de Charing-T —comentó Lenina.
Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.
Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes diademas de pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se aproximaron sin decir palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de piel de ciervo.
Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano lo que a distancia parecían tres o cuatro trozos de cuerda gruesa. Una de las cuerdas se retorcía inquieta, y súbitamente Lenina comprendió que eran serpientes.
—No me gusta —exclamó Lenina—. No me gusta.
Todavía le gustó menos lo que le esperaba a la entrada del pueblo, en donde su guía los dejó solos para entrar a pedir instrucciones. Suciedad, montones de basura, polvo, perros, moscas... Con el rostro distorsionado en una mueca de asco, Lenina se llevó un pañuelo a la nariz.
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UN MUNDO FELIZ _ Aldous Huxley
Historia CortaHistoria original de Aldous Huxley Esta historia no me pertenece, sus personajes tampoco son de mi autoría, todos los derechos correspondientes a ALDOUS HUXLEY La historia esta siendo subida para fines educativos