CAPITULO XVI

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Los hicieron entrar en el despacho del Interventor.

—Su Fordería bajará enseguida —dijo el mayordomo Gamma. Y los dejó solos. Helmoltz se echó a reír.

—Esto parece más una recepción social que un juicio —dijo. Y se dejó caer en el más confortable de los sillones neumáticos—. Ánimo, Bernard —agregó, al advertir el rostro preocupado de su amigo.

Pero Bernard no quería animarse; sin contestar, sin mirar siquiera a Helmholtz, se sentó en la silla más incómoda de la estancia, elegida cuidadosamente con la oscura esperanza de aplacar así las iras de los altos poderes.

Entretanto, el Salvaje no cesaba de agitarse; iba de un lado para otro del despacho, curioseándolo todo, sin demasiado interés: los libros de los estantes, los rollos de cinta sonora y las bobinas de las máquinas de leer colocadas en sus orificios numerados. Encima de la mesa, junto a la ventana, había un grueso volumen encuadernado en sucedáneo de piel negra, en cuya tapa aparecía una T muy grande estampada en oro. John lo cogió y lo abrió. Mi vida y mi obra, por Nuestro Ford.

El libro había sido publicado en Detroit por la Sociedad para la Propagación del Conocimiento Fordiano. Distraídamente, lo ojeó, leyendo una frase acá y un párrafo acullá, y apenas había llegado a la conclusión de que el libro no le interesaba cuando la puerta se abrió, y el interventor Mundial Residente para la Europa Occidental entró en la estancia, con paso vivo. Mustafá Mond estrechó la mano a los tres hombres; pero se dirigió al Salvaje:

—De modo que nuestra civilización no le gusta mucho, Mr. Salvaje —dijo.

El Salvaje lo miró. Previamente, había tomado la decisión de mentir, de bravuconear o de guardar un silencio obstinado. Pero, tranquilizado por la expresión comprensiva y de buen humor del Interventor, decidió decir la verdad, honradamente:

—No.

Y movió la cabeza.

Bernard se sobresaltó y lo miró, horrorizado. ¿Qué pensaría el Interventor? Ser etiquetado como amigo de un hombre que decía que no le gustaba la civilización —que lo decía abiertamente y nada menos que al propio Interventor— era algo terrible.

—Pero, John... —empezó.

Una mirada de Mustafá Mond lo redujo a un silencio abyecto.

—Desde luego —prosiguió el Salvaje—, admito que hay algunas cosas excelentes. Toda esta música en el aire, por ejemplo...

—«A veces un millar de instrumentos sonoros zumban en mis oídos; otras veces son voces...»

El rostro del Salvaje se iluminó con súbito placer.

—¿También usted lo ha leído? —preguntó—. Yo creía que aquí, en Inglaterra, nadie conocía este libro.

—Casi nadie. Yo soy uno de los poquísimos. Está prohibido, ¿comprende? Pero como yo soy quien hace las leyes, también puedo quebrantarlas. Con impunidad, Mr. Marx —agregó, volviéndose hacia Bernard—, cosa que me temo usted no pueda hacer.

Bernard se hundió todavía más en su desdicha.

—Pero, ¿por qué está prohibido? —preguntó el Salvaje.

En la excitación que le producía el hecho de conocer a un hombre que había leído a Shakespeare, había olvidado momentáneamente todo lo demás. El Interventor se encogió de hombros.

—Porque es antiguo; ésta es la razón principal. Aquí las cosas antiguas no nos son útiles.

—¿Aunque sean bellas?

—Especialmente cuando son bellas. La belleza ejerce una atracción, y nosotros no queremos que la gente se sienta atraída por cosas antiguas. Queremos que les gusten las nuevas.

UN MUNDO FELIZ _ Aldous HuxleyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora