Capítulo 1: Manos sucias

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Salió a toda velocidad de la casa, corriendo por el jardín trasero rápidamente. Siempre había amado ese lugar, era todo floreado y en las tardes el sol iluminaba con fuerza cada rincón. Había de todos tamaños, algunas le rozaban los pies al pasar y otras los muslos. Recordó las veces en que su madre y ella habían estado allí en medio del rayo, quemándose, plantando y embelleciendo, con las manos llenas de barro y las uñas sucias con tierra.

Sus manos también estaban sucias en ese momento, pero con algo más diferente. Sangre. La sangre de ella.

Pasó con rapidez por todo el sitio, dirigiéndose a los cercos que separaban su casa de las otras. Eran altos y de madera, pintados de un profundo color azul. Solía quedarse todos los fines de semana dibujando flores con su hermano mayor, riendo y haciendo más desastre que hermosura en los diseños. Vislumbró una ilustración demasiado desprolija de una familia hecha de palitos; recordó haberse pasado horas creándolos cuando era pequeña. Un miembro sobresalía entre todos, con una sonrisa sin ojos en el rostro. Lo que más le solía llamar la atención de su hermano era su enorme sonrisa. Y estaba privada de volver a verlo. Él había desaparecido. No volvió con su madre, no regresó por ellas y no sabía si él estaba bien o en dónde se encontraba.

Corrió como si en eso se fuese su vida, y de alguna manera así era. Su hermana pequeña la esperaba bien escondida en los toboganes circulares de la plaza que había a unas cuadras. O al menos eso le había pedido una vez se dio cuenta de lo que tenía que hacer, lo que debía llevar a cabo para protegerla. Si hubiera estado ella sola, habría caído de rodillas y se hubiera entregado al notar que su madre ya no estaba. Pero no podía hacer eso, no podía siquiera pensarlo cuando Kathleen estaba mirando todo, asimilándolo, llorándolo. Sus lágrimas caían sin freno y ella siempre había sido débil a eso, siempre había hecho algo para calmarla. Esa vez no bastaba con arrullarla y cantarle hasta que se durmiera como hacía cada vez que Kath lo pedía, esa vez tenía que anteponer su vida ante cualquier otra cosa. Ante la de cualquiera.

Sacudió la cabeza imperceptiblemente. Tenía que borrar todo recuerdo de ello y guardarlo para cuando estuviera tranquila; algo que sería difícil en esos tiempos. Si Kathleen supiera, si se enteraba de lo que había hecho, de lo que sus manos escondían bajo las uñas...

Apretó con fuerza el cuchillo en su agarre. Era largo y afilado. Solían usarlo para cortar la carne, aunque su madre no la dejaba tomarlo por temor a que se cortara. Mientras pasaba corriendo entre las casas del barrio en el que vivía, lo limpió con la sudadera que llevaba puesta. Estaba rojo y eso asustaría en desmedida a su hermana pequeña.

Sintió el temblor en su cuerpo y se obligó a calmarse. Las ventanas de las casas estaban llenas de luz, iluminadas y encerrando risas y familias. Se preguntó, de repente, cuántos de ellos ya habían caído. Seguro no quedaba ninguno. La invasión había llegado tarde a su barrio así que, cuando el mundo había dejado de pertenecer por completo a los humanos, ya no tenían más remedio que asimilar la perspectiva de vivir a las escondidas.

Sus ojos se postraron por segundos enteros en una puerta blanca desgastada en los bordes, pero cuidadosamente atendida por los anteriores dueños. Sintió el repentino deseo de pasar la mano por allí y comprobar si sus dedos seguían astillándose como antes. Recordó el día en que él le había comentado que su familia quería pintarla de azul.

Ese día ya no llegaría.

¿Habría sobrevivido? ¿Habría escapado? ¿Lo volvería a ver, a abrazar, a besar? No lo sabía, pero cuando sus ojos se anegaron en lágrimas, supo que debía seguir corriendo, ignorando el hecho de que había perdido a su Samuel.

Encontró la plaza a oscuras, fría y con solo la luz de la luna iluminando los juegos. No había nadie a la vista. Cuando era pequeña, su familia y ella caminaban por el lugar sumidos en la tranquilidad que se postraba aquí y allá. Las hamacas nunca habían sido de sus favoritas. No le gustaba el sonido que éstas hacían al jugar en ellas, estaban demasiado oxidadas para resultar divertidas. Le hacían acordar a las películas de terror que Baruch y ella veían por la noche, a escondidas para que sus padres no los retaran.

The host: Stay humanDonde viven las historias. Descúbrelo ahora