Parte Uno

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Finales del siglo 17 después de Cristo.

—Ha sido un largo viaje... —dijo la paladina, apoyando sus brazos en una baranda de madera del estribor.

—El águila murió —le gruñía el berserker de las garras a la mayor de las dos hermanas druidas.

—La gran águila dorada murió, hubo otras antes, habrá otras después —respondió ella, con absoluta calma, abrazando el asta de su guja, con cansancio en la voz y en el rostro.

Mientras su discusión continuaba, el capitán del barco se acercó a la paladina, con la exploradora siguiéndolo de cerca.

—¿Cuántos dijeron que eran cuando comenzó todo esto? —le preguntó el tatuado hombre a la alta mujer.

—Cuarentaisiete —respondió ella, encorvándose aún más sobre la baranda.

—Sólo quedamos veintitrés... contando al capitán —murmuró la exploradora, apretando los mangos de sus grandes cuchillos gemelos.

—Les agradezco que me hayan encontrado —dijo el hombre aludido.

—Y nosotros que te nos hayas unido —le sonrió ella.

—Sólo cuarentaisiete... de toda nuestra tierra... —murmuró la paladina, mirando perdidamente el agua.

—¿Cuánto exploraron antes de embarcarse finalmente? —quiso saber el capitán.

—Todo.

—Llegamos a donde el mar termina al este, incluso a la isla donde nació el bushido. A donde termina el mar al sur, en donde viven los cazadores con melena y los gigantes de largos colmillos, donde ni siquiera roma pudo llegar. A donde el mar es hielo en el norte, y pudimos ver osos completamente blancos... y terminamos en la costa de los conquistadores, donde el mar termina al oeste, donde te conocimos... —respondió la exploradora—y, aun así, sólo fuimos cuarentaisiete...

—Y veinticuatro han muerto —entonces la paladina levantó la mirada—. No volverá a pasar. Nadie más caerá.

Su conversación cayó silenciosa. Las voces del berserker de las garras y la druida mayor se apagaron también. Solamente el sonido del mar alcanzó la cubierta del barco.

Ni siquiera sabían a dónde viajaban.

—¿Seguimos la ruta de los conquistadores? —le preguntaba la estratega al caníbal, sentados en la bodega.

—Nadie aquí sabe nada sobre este mar —respondió él, escarbando entre sus dientes con un cuchillo—, mucho menos sobre rutas.

—Pasamos años reuniéndonos y encontrándonos en la tierra, ¿por qué el mar sería diferente?

—Porque aquí no podemos oír las raíces ni escuchar los aullidos —la cosechadora entró con ellos, caminando con su larga hoz como bastón.

—... Entonces estamos a la deriva.

—Como siempre lo hemos estado —siguió el hombre, enfundando su cuchillo.

En la popa, sólo gritos y golpes de acero se escuchaban.

—¡Muévete más rápido! —rugía entre risas la desenfrenada, blandiendo sus hachas gemelas como una tormenta contra la destazadora—. ¡Casi te corto un cabello!

—¡Cuida mejor tu flanco! —acercándose al acero mientras esquivaba incontables golpes, pateó a su oponente a un lado de las costillas—. Y fíjate mejor en el resto de mí, no sólo mis armas.

—¡He sobrevivido hachazos, no voy a preocuparme por una patada!

—Tendrás que hacerlo en algún momento —continuando su avance, la destazadora sujetó a la desenfrenada y la derribó, mucho más rápido de lo que ella movía sus hachas.

—Buen agarre —opinó la guerrera, observando el entrenamiento con atención—. Bruja, invicta, las veo ansiosas.

Las dos mujeres solamente sonrieron, levantando sus armas ya empuñadas. La invicta era claramente más alta y gruesa, pero la expresión de la bruja, mostrando sus dientes afilados y ojos blancos, la volvía mucho más aterradora. Su batalla de entrenamiento fue más lenta que la anterior, pero estuvo mucho más cargada de brutalidad.

En la cabina del capitán, sentados alrededor de la mesa, con jarras vacías en las manos, el cazador, el mago, la sacerdote, el ladrón y la chamán se miraban fijamente los unos a los otros.

—No sabemos a dónde vamos —hasta que el ladrón, el más bajo y delgado de todos, cubierto por su capucha, rompió el silencio.

—Hace más frío cada día, y las estrellas son otras... podría asegurar que nos movemos al sur —dijo tranquilamente el mago, con el color de sus ojos bailando como fuego.

—No hay mucho que podamos saber con sólo esa información... —el cazador se tensó en su asiento.

—El murmuro de los dioses suena tan fuerte como cuando estábamos en tierra, no estamos a la deriva —le dijo la sacerdote, mirándolo esperanzada y sonriente, con palabras como auroras.

—Apenas veamos tierra, ella misma nos hablará, y los murmullos de los dioses se volverán rugidos —declaró la chamán. Por apenas un parpadeo, los tatuajes en su rostro se iluminaron como metal fundido, y su voz resonó como el martillazo de un herrero. Aunque nadie podía estar seguro de lo que decía, nadie dudó en creerle.

En el rincón más alejado de todos los demás, mirando atentos el horizonte, la defensora, la menor de las hermanas druidas, el campeón, y los dos hermanos berserker, conversaban tan lenta como calmadamente.

—El atardecer aquí es igual que en casa —sonrió el pequeño berserker.

—El olor del mar también —lo miró la defensora.

—Ya cállense —les dijo la druida menor—, esto debe admirarse en silencio.

—¿Aunque sea hablar sobre nuestros hogares lo que rompe ese silencio? —al responderle, el campeón le tomó una mano.

—... Bueno. Esta vez —concedió ella.

Conforme el cielo se oscureció, cuando sólo las estrellas iluminaban sus rostros, la defensora y el pequeño berserker se miraron a los ojos, sonrientes, tal como hacían la druida menor y el campeón. Entre ellos, el gran berserker miraba la figura de un arquero, hecha de madera, que había heredado de sus padres, ignorante de su origen.

Las horas pasaron, algunos durmieron, otros siguieron tal donde estaban, algunos se sumaron al entrenamiento y otros a las discusiones... hasta el amanecer, cuando todos miraron al oeste.

—Lo sabía —habló eufórica la chamán, casi corriendo hacia la proa—, los dioses están rugiendo.

Llamas del ÁguilaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora