Comienzó.

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o de Colmaine, fines de Febrero de 1264.


Toda una mañana dedicada a vigilar y para nada. Echando pestes, Serena Fitzwarren subió corriendo la escalera de caracol de la torre norte. Toda una mañana, y todo porque había dejado su puesto media hora para sermonear al mayordomo, calmar a la jefa de cocina y reprender a dos pajes. Cada uno de ellos estaba más nervioso que una gata en un granero lleno de perros hambrientos, y seguro que la volverían loca antes que acabara el día.

Bueno, ¿quién no estaba nervioso en el castillo? Ciertamente nadie tenía más derecho que ella a esa emoción, y sin embargo nadie podía decir que ella hubiera caído en un estrujamiento de manos insensato.

Las lustrosas suelas de cuero de sus zapatos resbalaron en los estrechos peldaños.

Tropezó y se golpeó la rodilla en la dura piedra; resbaló otros dos peldaños, volviéndose a golpear la rodilla, maltratándose las espinillas por añadidura.

Soltando una maldición que una dama de su rango jamás diría, se puso de pie y se recogió los bordes de su vestido y sobreveste. Sin dejar de gruñir, corrió los peldaños que faltaban, sin hacer caso del dolor en la rodilla ni de la indecorosa exhibición de tobillos y piernas.

En todo caso, no la iba a mirar el guardia apostado en lo alto de la torre, el viejo Tadeus, medio sordo. Su atención estaría tija en los jinetes cuya proximidad acababan de anunciar los olifantes, con un volumen capaz de despertar a los muertos... o al viejo Hino.

Irrumpió por la puerta de la torre espantando a las palomas que se miró atentamente la muchedumbre que se acercaba, tratando de pavoneaban por las almenas y que emprendieron el vuelo ruidosamente. Justo frente a ella, un flaco trasero masculino parcialmente cubierto por una sucia túnica verde ocupaba la aspillera que ofrecía la mejor vista del camino principal que llevaba a Londres. El flaco trasero estaba unido a un par de piernas más flacas aún metidas en holgadas calzas azules. Casi tendido sobre el vientre, Hino estaba retorciéndose, meneándose y pataleando para ver mejor, dejando ver sus mugrientas y callosas plantas por los agujeros de los zapatos.

Fue el aleteo de las palomas ante su nariz, y no el ruido nada decoroso que hizo ella al llegar lo que distrajo a Hino de su empeño. El viejo emitió un graznido, se apartó de la aspillera con más rapidez que lo que había tardado en ponerse allí, cogió su arco que había dejado apoyado en el muro, se giró y la apuntó.

Podría haber sido un problema si se hubiera acordado de poner una flecha antes. Al verla, su cara de manzana seca se arrugó en una sonrisa desdentada, y sus ojos, medio ocultos bajo los arrugados pliegues de sus párpados, brillaron de entusiasmo.

-Ahí vienen, milady -le dijo dejando el pesado arco en su posición anterior y haciéndose a un lado para dejarle libre la aspillera- Muy vistosos, y los sonidos de sus cascabeles son para asustar al mismo demonio.

Serena no pudo evitar sonreírle al marchito hombrecillo, pero antes que alcanzara a decirle nada, volvieron a sonar los olifantes. Con una rápida mirada para asegurarse de que las palomas no habían dejado ningún nuevo regalo durante su ausencia, o que Hino los había limpiado si lo habían dejado, ocupó el puesto que acababa de dejar libre el guardia.

Apoyándose en la ancha piedra gris de la aspillera, se estiró todo lo que pudo para tener una buena vista del camino y de los viajeros.

No resultaba difícil ver ni el camino ni a los viajeros. El primero serpenteaba por la colina y por los campos circundantes hasta llegar a las puertas del castillo como un plácido riachuelo castaño bajo el sol de finales de invierno; los viajeros parecía que navegaban por el riachuelo como barcas de vivos colores en un día festivo. El ruido de sus risas y de los cascabeles de sus caballos, si bien más que suficiente para atraer la atención de toda la gente del castillo y de la aldea exterior a la muralla, suponiendo que alguien no hubiera oído los sonoros toques de los olifantes.

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