Antes de la existencia del presente como lo conocemos, de la creación de las naciones, siquiera del levantamiento de las montañas; en un mundo en el que ni el más mínimo retoño era capaz de florecer, un mundo cimentado en diferencias, en contrastes tajantes que no admitían puntos medios, en opuestos tan distintivos, que lejos de crear un equilibrio, rasgaban la armonía; en ese plano tan tempestuoso y viejo como el tiempo mismo, tan solo dos palacios se erguían desde los centros de dos territorios.
El primer castillo, alto y pulverulento, se hallaba establecido en medio de un desierto gigante. Un sol abrazador enceguecía el cielo, volviéndolo de un color blanco insoportable, tan brillante que le quemaría la retina a cualquiera, cuyos rayos ahuyentarían cualquier nube que osara traspasar las fronteras. El suelo era infértil, craquelado por la ausencia de humedad, tan caliente que convertiría en ceniza a toda criatura o ente que lo profanara, al menos exceptuando a un individuo.
Ella era el sol en la tierra, tan agresiva y solitaria como lo estaba su contraparte celeste. Jamás había caminado más allá de la construcción que le brindaba refugio ante un clima que no permitía la entrada de la noche, por lo que no conocía la otra parte del mundo en la que, curiosamente, el día no parecía llegar.
El segundo castillo, de piedras recubiertas en moho y hongos alimentados por un ambiente tan húmedo, que, inundaba los pulmones, yacía en una obscuridad total. Una bóveda gris obscuro se levantaba en aquel territorio, envolviéndolo y convirtiéndolo en un helado pantano. Toda la humedad se filtraba huyendo del desierto en el otro lado, estancándose y ahogando plantas que no estuvieran adaptadas a tales condiciones. La bruma era tan espesa que sofocaba cualquier luz, incluso la de la luna, que, al igual que pasaba con el sol, existía y habitaba en aquella lejanía.
El hombre tenía una piel pálida y chiclosa, cabello lacio y siempre mojado, afectado por la cantidad de agua. Tenía ojos grandes y hermosos, caídos por el paso de las lágrimas, las cuales goteaban originando los charcos plantados en su palacio. Se podía decir que su llanto era lo que inundaba su territorio, combinado con el de su contraparte, que, al verse abochornado por la atmósfera asemejando una olla a presión, se combinaban en las fronteras.
La mujer, se encontraba en condiciones completamente opuestas, pues su cabello estaba completamente quebrado, cuales ramas en una sequía, rizado asemejando a los rayos del sol, su piel estaba reseca y enrojecida, con un aspecto similar al desértico suelo; y sus ojos, carecían de brillo, como si se desgastasen con cada sollozo evaporado por el calor.
Ambos cargaban una pena enorme, de tal tamaño, que, a pesar de levantarla en extremos opuestos, no llegaban a conocerse. Mas, y a pesar de la desgracia que los aplastaba, cada uno tenía pasatiempos apenas soportables para sobrevivir tal infortunio. La chica conservaba una polvorienta caja de tiza, con la que pintaba las lúgubres paredes que la encerraban. Él, por su parte, conservaba una libreta en la que anotaba poemas escritos con tinta azul, que, después convertiría en barcos de papel, lanzándolos a los riachuelos cercanos y perdiéndolos de vista a medida que avanzaban, sin saber en dónde terminarían.
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Era un día casi como cualquier otro, si es que se le puede llamar de esa manera, el sol brillaba intensamente disolviendo sombras en el vasto territorio que tocaba; sin embargo, lo que lo hacía distinto, era una suave brisa soplando por la desolada llanura , que, aunque estaba lejos de ser refrescante, distraía por un rato de la acalorada atmósfera establecida en el lugar. El débil viento llevaba sobre su espalda un papel doblado y adornado con escurrimientos de tinta. Tal objeto llegó a filtrarse por las ventanas, abiertas de par en par, del palacio, captando la atención de la inquilina que ahí moraba.
Ella lo levantó con un asco empapado en curiosidad, apenas sosteniéndolo con las puntas de sus uñas. Lo inspeccionó dándose cuenta de su peculiar forma, era un velero, desalineado y tieso. Sonrió al darse cuenta de aquello preguntándose quién pudo haberlo hecho, pues, en su conocimiento, no había nadie en aquel mundo con excepción de ella. Decidió llevarlo a su escritorio, un viejo mueble de madera quebradiza que apenas podía sostenerse en pie. Se sentó en una silla en las mismas condiciones, y aprovechó la luz del astro al que estaba ligada para inspeccionarlo y se dio cuenta que las extrañas manchas azules en realidad emanaban de letras, y no garabatos sin sentido, una composición entera.
Sus ojos bailaron a la par de los versos que ahí se declamaban, y de sus agrietados labios se escapó una sonrisa a medida que su corazón despertaba de aquel aburrimiento. Era precioso, nada como lo que alguna vez hubiese admirado, incluso estando en un soporte tan desastroso que no le hiciese justicia, pero, para ella, eso lo volvía aún más intrigante. ¿Quién pudo haber escrito algo tan precioso? Y, lo más importante, ¿cómo había llegado hasta sus manos? El mundo estaba desierto salvo por ella, condenada a vivir atada a un cuerpo celeste que se dedicaba a erradicar cualquier suspiro de vida, vagando sola por un extenuante valle vacío. No era posible que semejante obra y viniendo en un material tan delicado, pudiese llegar a ella desde un lugar tan lejos como el espacio mismo; por lo que una idea se formó en su ajetreada mente... ¿y si no era la única en aquel mundo?
Era una idea un poco descabellada, pues se atrevía a cuestionar todas sus concepciones previamente establecidas, todo lo que la lógica dictaba, pero, ahí estaba la prueba de tal afirmación, por lo que no pudo hacer más que dejarse llevar por su imaginación.
¿Cómo sería el dichoso individuo? ¿se parecería a ella o sería todo lo contrario? Fuera como fuera, en aquellas estrofas se hallaba la prueba de que estaban hechos de lo mismo.