Él es Amelia

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Abro los ojos lentamente, se sienten pesados e hinchados, como si hubiese llorado en demasía.
Aún sigo en el vehículo, estamos avanzando por un suburbio frío y lleno de oscuridad; el alumbrado público es lo único que deja ver por donde vamos, siendo éste tan lugúbre y triste que no puedo evitar añorar otra cosa, algo más vivo.

Pronto ella se estaciona afuera de una casa que no luce con las demás, esas que se ven descuidadas y abandonadas. Pareciera ser luz entre oscuridad, con tanto color y flores hermosas.

Lucía abre la puerta de mi asiento y me incita a bajar, el aire denso y hediondo me da naúseas mientras pongo los pies, ahora calzados en unas sandalias que me van pequeñas, y le sigo el paso.
En mi pueblo siempre huele a bosque y tierra húmeda.
¿Cuál era ese lugar al que llamo pueblo?

—Esta es mi casa. No es muy grande, pero estarás cómoda aquí hasta que te sientas mejor y puedas recordar quien eres, tenemos que encontrar la forma de ayudarte…—dice amablemente, mientras me lleva del brazo hasta su casa. Increíble que no me trate como una sospechosa. —Debo advertirte que tengo un gato muy fisgón que tiende a robarse las cosas, para que no te asustes si un día ya no ves algo tuyo.

Un intento de sonrisa es lo que le entrego, no puedo formular palabras. Esa sensación anterior sigue metida hasta el fondo de mi cuerpo y no me siento consciente, no siento nada. Vacié todo lo que tenía en el cuerpo, que era absolutamente nada.

Hay una laguna en mi cabeza.

Mi piel entumecida se eriza ante el cambio de aire, hemos entrado a la casa, aquí todo es cálido y me hace sentir bienvenida. Hace mucho no sentía algo acogedor, apenas tengo recuerdos de mi infancia y una casita pequeña dentro de un bosque de álamos, el olor a naturaleza.

Aquí hay muchos colores y detalles bonitos.

¿Qué sería de mi vida hace unos meses?

—Su casa es bonita. —mi voz se siente pastosa.

El piso de madera cruje con nuestro andar, como si fuesen tablones con décadas encima pese a que luce brillantes.

—Sí, la he mantenido a raya. Es herencia familiar, fue una de las primeras casas en construirse en este sector, hace casi cien años.—dice Lucía con orgullo. —Jamás tuve hijos ni pareja, pero siempre tuve esta casa. Es el amor de mi vida, me moriré aquí, como todos mis antepasados.

Un escalofrío me recorre la espalda como si detrás de mí estuviese un ente denso y volátil, apenas ella pronuncia aquello con seguridad. 

Soy guiada hasta un cuarto pequeño, con un gran ventanal tras la cama. Hay plantas, una cómoda y una alfombra suave sobre el piso.

Mi intranquilidad cesa aquí este cuarto, me gusta como se ve.

—Esta será tu habitación, aquí puedes instalarte como quieras y por cuanto quieras. Me gusta tener visitas, a Gastón también le gusta, mi gato...ya sabes, el que se roba cosas —ella rié y me palmetea el hombro con cariño.
—En fin, iré en busca de más ropa que tengo guardada, es de otra época pero siento que irá contigo, puede que te quede grande ya que eres más bien pequeña, pero te verás hermosa. Ya vuelvo, no vayas a ningún lado.

Ella se va y me deja sola en la habitación que llamaré mía. El ventanal me devuelve un reflejo de mi cuerpo escuálido y pequeño, el cabello me cae sucio bajo las costillas.

Hay un constante recuerdo que llega a mí y está presente con fuerza.
Amelia.

Amelia fue mi compañera, mi mejor amiga.
Durante mucho tiempo me sentí sola, eso jamás se interpuso en mi felicidad, pero faltaba una pieza dentro de este rompecabezas mío. Ella fue esa pieza, lo sentí apenas la encontré en ese canal.
Entre todas esas malezas me observaba, como si supiese quien era yo y quienes podíamos ser juntas. Su pelaje me recordaba al pasto seco, avejentado y tieso, su cuerpo era flacuchento y desgarbado. Me movió la cola como si no estuviese a punto de dar su último respiro, ¿cómo era posible que pudiese ser feliz en su lecho de muerte?

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⏰ Última actualización: Jul 25, 2023 ⏰

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