Capítulo 1 (Editado)

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«Una vez me dijeron que el amor siempre se escribe a modo de autopsia. Escribimos cuando muere para descubrir por qué murió».
Una última luna, Sol Ianacci

***

PARTE 1: «No imaginar un mundo sin fronteras nos amarra y nos condena a este mapa dividido sin razón» (Abel Pintos).

Capítulo 1

Roma

—Faltan diez porros —me dijo con ojos de verdugo.

—Imposible. Los conté dos veces.

—La próxima, contalos tres.

El Cóndor tenía la mirada borrosa y las pupilas dilatadas con irrigaciones rojizas, pero aun así podía ver un posible escándalo. Aunque no había terminado el secundario ni tenía mucha idea de matemática, sabía que diez cigarrillos menos significaba perder nueve mil pesos y ganarse unos cuantos problemas con el jefe.

—Dámelos.

—¡Pero te digo que no los...!

—Dámelos. No te hagas el pelotudo. Sé que te los robaste.

—¡Adivinaste! Los tengo escondidos en el medio del culo.

Mi lengua lanzó veneno por los dos, pero el Cóndor no se amedrentó. Jugaría doble o nada.

—A ver, date vuelta.

—No me jodas...

—Date vuelta. Mostrame los bolsillos y levantate la remera.

Obedecí y sus manos empezaron a recorrerme el cuerpo, desconfiadas e impacientes. El Cóndor verificó varias veces e insistió en zonas que le parecían sospechosas, como si pudiera salir un cigarrillo de la nada. Yo lo dejé trabajar en paz. Tenía la conciencia tranquila, pero mi paciencia se medía con números negativos.

—¿Cuántos te fumaste? —insistió.

—Ninguno.

Por primera vez, tuve ganas de matarlo. Ganas de cortarle la cabeza con un hacha desafilada para que sufriera más y se le desprendiera el cuello de a poco. Ganas de hervirlo en aceite caliente hasta dejarlo pelado y ponerle algún caldo para darle sabor. Ganas de hacerlo comida para tigres, o leones, o caballos, o moscas, u hormigas o escarabajos.

—Dejame ver.

Ahora se puso de frente y me analizó con lo que le quedaba de los ojos. Primero, buscó síntomas en mi mirada, pero no los encontró (el único que tenía los ojos a la miseria era él mismo). Entonces, jugó al ovejero alemán con su nariz aguileña y me revisó el aliento. Sin embargo, solo encontró su propio aliento asqueroso de tanta marihuana y falta de dentífrico.

—¿Conforme? —le pregunté cuando se alejó confundido y extrañado.

—Sí.

—¿Viste, imbécil? Te dije mil veces que no fumo y todavía no me creés. No soy como el Águila, que se metía toda la merca.

—No me hagas acordar de ese hijo de puta. Cambiarlo por vos fue la mejor decisión que tomé en mi vida. Pero eso no quita que nos falten diez porros.

Y los veranos pasarán © [PRONTO, EN FÍSICO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora