Cami
—¡Miren a esos dos!
Nico los atacó con el dedo y no le importó que fuera de mala educación. Por suerte, su grito se perdió en el barullo general y nadie se volteó. Ni el público, que estaba concentrado en los bailarines, ni ellos, que estaban ajenos a los comentarios, los celulares y los cientos de ojos que los observaban. Ellos solo pensaban en bailar. Y qué bien lo hacían.
Se movían de forma hipnótica en el escenario, sonriéndoles a sus parejas. Eran hermanos por donde se los viera: tenían la misma técnica, la misma pasión, la misma manera de reflejar la música en sus cuerpos.
El mayor iba de rosa, color que contrastaba con su piel morena. Luchaba contra su flequillo negro, que le caía sobre la frente cada vez que zapateaba, y se movía con seguridad alrededor de su compañera, que le llevaba unos cuarenta años. Había empezado inseguro, tanteando el terreno por miedo a equivocarse, pero ahora estaba más suelto e intentaba sorprender a su pareja.
El menor, en cambio, iba de blanco y, en vez de virtuosismo, destilaba sensualidad. Acompañaba a su compañera con ojos atentos y ella se enrojecía cada vez que él le murmuraba algo al oído o le acariciaba el lóbulo de la oreja con su pañuelo. Parecía un baile privado, casi íntimo.
—Son estupendos —murmuré.
—Y están buenísimos —añadió Nico.
Pasamos veinte minutos entre risas y asombro, veinte minutos en los que apenas nos animamos a pestañear. Nico gritaba con cada paso que daban y movía la cabeza de una pareja a otra para no perderse ningún detalle. Yo, en cambio, estaba perdida en la mujer y el chico de rosa, que competían por llamar la atención.
Tenían un magnetismo especial: primero bailaban, después competían, luego volvían a bailar. Él avanzaba hacia el centro en los estribillos y zapateaba con las piernas en alto; ella, para no ser menos, lo rodeaba con la pollera invisible y giraba a su alrededor. Eran una pareja perfectamente imperfecta.
—Mirá que yo a esa edad hacía cosas bizarras, pero nunca una batalla de baile con una vieja.
Mi comentario despertó algunas risas a mi alrededor, pero también se ganó miradas de reproche de las mujeres mayores. Pero, entre el público enloquecido y la adrenalina inyectada en las venas, no tuve tiempo de pedir disculpas. Aún menos cuando la música paró de golpe y la gente respondió con abucheos.
Un microsegundo después, apareció en el escenario una mujer de cabello rubio recogido en una maraña improvisada. Nos mostró su mejor sonrisa y su simpatía calmó las aguas.
—¡¡Muy buenas noches, Cura Brochero!! ¿Cómo la están pasando?
Contestamos con un «Bien» corto y desganado. Lo único que nos importaba era saber si el espectáculo continuaría o si tendríamos que volver a casa.
—¡No se preocupen, porque nuestros amigos todavía no se van! —dijo ella y todos estallamos de aplausos—. Solo vamos a hacer una pausa para que nuestros amigos puedan respirar un poco.
Miré a los cantantes por primera vez en toda la noche y le di la razón. Tenían las camisas empapadas e intentaban arrancarles algo de energía a sus botellas de agua. No habían previsto semejante desgaste físico ni tampoco la cantidad de dinero que estaban recibiendo.
—¿Qué tal si empezamos con un sorteo? —comenzó la locutora mientras nos mostraba dos papelitos—. ¡¿Quién quiere ir al parque acuático?! ¡Porque tengo pases dobles!
Las reacciones fueron instantáneas: las manos volaron por los aires y la plaza estalló en vítores. Algunos niños jugaron sucio y fueron a los pies del escenario para intentar darle ternura. Por suerte para los mayores de ocho años, la mujer ignoró los gritos agudos que le torturaban los oídos y se fijó en los demás.
—Ya que es noche de folclore..., ¡¡quiero ver quién tiene el mejor sapucai de esta plaza!!
Nico me miró y yo lo miré. Mientras los demás rugían como salvajes y trataban de imitar el típico grito del chamamé, nosotros preparamos un plan. Segundos después, mi hermano menor estaba sobre mis hombros, se golpeaba el pecho con las manos y apuntaba hacia todos lados con las linternas de nuestros celulares.
—¡SAPUCAI, AY, AY, AY! —comenzó a gritar.
Repetimos la secuencia durante más de un minuto: grito, linternas, golpes contra el pecho y salto en el aire. Por fin, la organizadora nos atacó con el índice.
—¡Esos psicópatas de ahí, vengan a retirar las entradas, que no quiero que se lastimen!
No se dijo más: atravesamos la pista trotando y nos atrincheramos junto al escenario para esperar a la locutora, que nos entregó los pases a los pocos minutos. Mientras tanto los músicos, que ya habían recuperado el oxígeno perdido, volvieron a la carga con una chacarera.
Los bailarines volvieron. Ellos volvieron. Él volvió.
Esta vez, los hermanos se acomodaron del otro lado del escenario, lejos de nuestras reposeras. Pero eso no nos detuvo: Nico y yo rodeamos a la multitud por detrás y nos acomodamos en un espacio vacío entre dos turistas.
Volvimos a estar cerca de ellos, tan cerca que ahora podía el delicado piercing que pendía de la nariz del menor y el lunar en el labio superior del chico de rosa. Aproveché la oportunidad y exploré las curvas del moreno, pero me detuve cuando cruzamos miradas. Él sonrió, quizás al público, quizás a mí, quizás a ambos. No tuve más remedio que concentrarme de nuevo en el baile.
Sin embargo, como todo lo bueno, el espectáculo no duró mucho más. Más pronto de lo esperado, el dúo cantó su última canción —la última ultimísima, porque terminamos pidiéndole cinco más— y el folclore murió en los parlantes. Los músicos, bastante exhaustos, se despidieron con una reverencia, la locutora nos agradeció y la gente se esparció como hormigas.
Me desesperé y miré para todos lados, buscando a mis bailarines favoritos. Tenía miedo de que hubieran desaparecido, pero el destino me sonrió. Estaban a un lado del escenario, acomodando sus abrigos en una mochila
—¿Vamos a felicitarlos? —Nico dijo en voz alta lo que yo estaba pensando.
Sonreí y asentí entusiasmada. Miré a los demás, que negaron con la cabeza. Mi padre habló por todos.
—Vayan si quieren.
Volví a mirar a nuestros objetivos, que habían comenzado a caminar por los puestos de artesanías y estaban cerca de cruzar la calle. Volví a mirar a Nico, vi la determinación en sus ojos y le dije:
—Es ahora o nunca.
Nunca corrí tan rápido en toda mi vida.
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Y los veranos pasarán © [PRONTO, EN FÍSICO]
Подростковая литература[PRONTO, EN FÍSICO, DE LA MANO DE DEL FONDO EDITORIAL]. Hay una delgada línea entre creer en el amor y creerle al amor. *** Es verano, pero ellos atraviesan sus propios inviernos: Roma trafica droga para poder sobrevivir y Cami batalla día tras día...