Roma
—Corré y no hagas preguntas.
—¿Cómo?
—Que no hagas preguntas, carajo. Nos están siguiendo.
Asaltantes, secuestradores o acosadores, daba igual. Los había visto de reojo a lo lejos, cuando empezaron a apuntarnos con el dedo. Eran muchos (un grupo de adolescentes, supuse), corrían rápido y venían hacia nosotros, hacia los turistas perdidos en una ciudad desconocida. Eran casi las tres de la mañana, apenas quedaba gente y habíamos llamado la atención mucho más de lo que me hubiera gustado. Ahora solo nos quedaba huir.
—¡Esperen, que no les vamos a hacer nada! —gritó una chica.
Tuve miedo, pero me detuve de todas formas. Valen me imitó, aunque no entendía mi cambio de actitud. Ni yo lo sabía: supongo que escuchar una voz joven me tranquilizó. Aunque eso no significaba nada.
Me volteé y miré hacia el grupo, que intentaba cubrir la distancia que nos separaba. Era un espectáculo extraño, casi caricaturesco: no eran adolescentes, sino seis personas de distintas edades que volaban sobre las baldosas de la plaza, dispuestas a alcanzarnos.
Un niño pecoso que no entendí cómo podía hacer tantas actividades a la vez: correr, saltar, gritar, señalar y sonreír.
Una chica de unos veinte años que se movía con agilidad y revoleaba como desquiciada una bolsa de pochoclos a medio terminar.
Un muchacho más largo que ancho que caminaba rápido como un maratonista e iba por detrás, intentando calmarlos.
Un hombre grande como un oso que iba aún más atrás, pero con cierta prisa, demasiado maduro como para ponerse a perseguir a desconocidos en una plaza.
Un pelado de ropa ancha que iba a su lado y quizá era su pareja, porque iban muy juntos y hermanos no parecían.
Y un chico vestido de blanco de pies a cabeza que avanzaba tranquilo con las manos en los bolsillos y una expresión desganada.
En medio del desastre, iba y venía un ovejero alemán que no escatimaba en ladridos. Tuve más pánico por él que por la avalancha humana.
Más temprano que tarde, ese caos formó una medialuna a nuestro alrededor. El perro se quedó más atrás: eso me tranquilizó bastante.
—¿Seguro de que es una buena idea? —me preguntó Valen entre dientes.
—Ya tarde para arrepentirse.
La chica y el niño dieron un paso al frente con una expresión extraña que mezclaba el asombro con la emoción. Ella se acomodó la remera para no dejar ni un centímetro de piel al descubierto y rompió el silencio con unos aplausos tímidos.
—¡Im-pre-sio-nan-te! Piernas por acá, patadas por allá, giro tras giro tras giro... Debería ser ilegal bailar así de bien.
—Gracias —repuse con timidez.
Sus ojos fueron lo primero que me llamó la atención. Eran grises, casi blancos, me recordaban a Muchacha ojos de papel, la canción de Spinetta. Me analizaban con una intensidad casi intimidante, como si quisieran desnudarme el alma de un vistazo. Sus ojos eran tan bellos como intimidantes.
—No acoses a los desconocidos, Mica —intervino el chico de pecas—. Los romances tóxicos siempre terminan mal. Lo digo por experiencia.
—Callate.
Mica se ruborizó y le dio una bofetada cariñosa. Su hermano la recibió y se la devolvió entre risas.
Todavía confundido, extendí la mano a la primera persona que quisiera tomarla, y ella la agarró. Un cosquilleo que no supe de dónde salió me recorrió el brazo durante medio segundo. Me presenté rápido para disimularlo.
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Y los veranos pasarán © [PRONTO, EN FÍSICO]
Teen Fiction[PRONTO, EN FÍSICO, DE LA MANO DE DEL FONDO EDITORIAL]. Hay una delgada línea entre creer en el amor y creerle al amor. *** Es verano, pero ellos atraviesan sus propios inviernos: Roma trafica droga para poder sobrevivir y Cami batalla día tras día...