Ser madre a los dieciocho años no es nada fácil. Es cierto que Rose Turner siempre había sido una chica dura de pelar, de esas que conoces un día y la recuerdas por lo borde, enigmática y única que es, por esta razón -además de su afán por querer cambiar el mundo a su manera- no le importó lo que todos decían de ella y acabó conmigo en un nuevo país.
A mis abuelos, como estarás deduciendo, no les hizo mucha gracia su cambio de aires, pero, tras unas cuantas peleas a través de teléfono y, varias fotos mías disfrazada de mini dinosaurio, tuvieron que aceptar que su hija pequeña era así: un caso aparte.
Mamá no tuvo miedo de criarme sola, pues su novio de aquel entonces era otro caso perdido, y, pronto, reunió todas las revistas posibles, que su abuela Loren seguía guardando en la buhardilla de su casa, sobre maternidad, ser una buena mujer y todo aquel rollo machista de la época. Con un cigarro entre sus labios y una mano meciendo la cuna de segunda mano que había comprado en un mercadillo, estuvo horas y horas leyendo y finalmente, llegó a la conclusión de que me criaría a su manera: libre, feliz, con sinceridad.
Según mi madre, comencé a crecer demasiado rápido. A los dos años ya le preguntaba si podía agujerearme la nariz como ella y en cuanto cumplí cuatro me aficioné a todo aquel tema de las bandas de rock. Sí, es muy gracioso ver a una niña pecosa, llevando pañal y gritando insultos a pleno pulmón que escuchaba en aquellas canciones. Mi madre no me castigaba, por el contrario, me observaba desde el sofá rojo que había encontrado en un vertedero y me grababa para enseñárselos a mis futuras parejas.
Parejas.
Ese es otro tema.
Otro ámbito que, siendo sincera, también tenemos en común.
Ambas somos un desastre en el amor.
Ella por su incapacidad de amar a alguien por más de dos meses y yo por sentirme insatisfecha con todos los hombres que aparecen en mi vida.
A mis veintiuno jamás he tenido una pareja formal y, aunque me he acostado con varios hombres que conocí en fiestas, trabajos o a través de amistades, siempre siento un agudo vacío. Un agujero negro que me asegura que ninguno de ellos es el último. Ni siquiera los primeros. ¿Conoces esa sensación? Con el paso del tiempo, me he ido dando cuenta de que, probablemente, el amor no es para mí. Por lo que prefiero leerlo en mis libros, escucharlo en canciones y observarlo a mi alrededor como si estuviera en un cine, admirando una película ajena a mi vida.
El amor mueve el mundo, pero siento que este no es el principal propulsor del mío. Puede sonar triste, desolador o solitario, sin embargo, prefiero que así sea. La ventaja es que nadie puede partirme el corazón o jugar con mi ego. ¿No es genial?
Bueno, volvamos a la historia.
Rose decidió que mi nombre debía ser original, digno de una niña fuerte y única, por lo que, tras pensarlo rigurosamente, acabó llamándome Wanda, como la primera mujer rockera del mundo. Wanda Jackson. A mi no me disgustaba, es más, me gustaba saber que mi nombre tenía un trasfondo, pero, una vez que entré en el colegio, los niños no tenían ni idea de quién carajos era Wanda Jackson. Yo les contaba toda su historia, su biografía de memoria, y, esperando a que estos me aplaudieran entusiasmados, ellos solo arrugaban los labios y procedieron a denominarme como Wanda, la extraña.
Un efecto rebote de hacerle creer a una niña que era la persona más especial del mundo.
—¡Wanda! ¡Ojos grises! ¡Mi estrella más brillante!
¿Quién no tendría una gran autoestima si su madre estaba convencida de que tenía la hija más especial del universo?
El instituto se encargó de destruirme esa percepción perfecta que yo misma tenía de mi.
YOU ARE READING
La teoría del amor
Novela JuvenilWanda Turner es una sabelotodo. Le gusta hablar más que a cualquier cosa en el mundo, escribir, leer y, sobre todo, vivir en la completa tranquilidad de su diminuta ciudad. Detesta el alboroto y a toda persona que se encargue de sacarla de las fanta...