Si me pidieran una palabra con la que describir mi vida, diría fracaso.
Tengo setenta y cuatro años y estoy rezando por morirme. Nunca fui creyente, pero en situaciones como esta, orar es mi única alternativa. El cáncer consumió mi cuerpo por completo y me es imposible articular un movimiento sin sentir dolor. Estoy internado hace tres meses y tanto como yo, los doctores esperan mi muerte. Miro a mi alrededor y lo único que veo son tubos y mangueras conectadas a mi cuerpo, vaya uno a saber con qué propósito. Creo que a fin de cuentas el único compañero que me queda es el respirador, lo único que me mantiene con vida. Hasta pensé en desconectarlo para acabar con este sufrimiento, pero mis débiles brazos no tienen la fuerza necesaria para hacerlo. Supongo que tendré que arreglarme y esperar a que la muerte me venga a buscar. Mi triste, pero real condena.
Un fuerte olor a remedio inunda la habitación y caigo dormido. Creo que estoy soñando. Al principio no reconozco el lugar en donde estoy, pero al cabo de unos segundos comprendo que estoy en los pasillos de una escuela y a unos pocos metros de mi veo a un grupo de adolescentes golpeando a un niño, pero ellos no parecen verme. Me acerco un poco y lo comprendo todo. El pequeño que está siendo golpeado soy yo, pero con nueve años. Las golpizas, junto a los insultos, eran algo recurrente en mi infancia y lograron dejar un fuerte dolor interior que nunca cesó. Si tan solo hubiera tenido más valor las cosas hubieran sido diferentes. De repente, un gran dolor inunda mi cuerpo y me desmayo. Cuando despierto, no estoy más en el colegio.
Ahora si reconozco el lugar en el que estoy. Estoy en mi casa, en la que vivía con mi mujer Clara y mis dos hijos, pero parece ser hace varios años, quizá treinta o cuarenta, más no. Observo otra vez por la ventana y allí estoy yo, sentado junto a mi gran amor. Ella fue una de las pocas cosas que me hizo sentir feliz a lo largo de mi vida, pero un accidente se la llevo de mis brazos y me dejo solo. Ni siquiera los dos mocosos que dejó en este mundo me hicieron compañía; cuando tuvieron la oportunidad de irse lo hicieron para nunca más volver. En los cortos trece años que viví junto a Clara fui muy feliz, y pareciera ser que agoté toda mi felicidad en ese tiempo, porque la muy desgraciada no volvió jamás. Me quedo observando por unos segundos a mi mujer y cierro los ojos. Cuando los abro, estoy en otro lugar.
De repente comienzo a vivir el sueño en primera persona, me transformo en el protagonista. Estoy sentado en un banco bajo la sombra de un árbol, y parece ser que estoy en una plaza. No comprendo que hago allí hasta que bajo la visión y miro al lado de mi pierna derecha. Mi perrito, Manucho, está sentado con su mirada posada en mí, y hasta parece sonreír. Cuando veo su cara, los recuerdos vienen a mi cabeza. Los juegos, las corridas, las caricias, todo. Solo hay una cosa en la que no puedo dejar de pensar: el día de su muerte. Las lágrimas brotan de mis ojos e intento acariciarlo, pero al tocarlo se desvanece. Todo comienza a desaparecer. Los árboles, los bancos, las farolas. Intento aferrarme a ellos pero me es imposible. Grito con todas mis fuerzas, pero nada puedo hacer, yo también me estoy desvaneciendo.
Despierto en la cama del hospital; nada cambió. Tengo maquinas conectadas, estoy solo en la sala, sigo teniendo ganas de morir. Todo sigue igual. Escucho el chirriar de la puerta. Alguien está entrando, y espero que sea la enfermera que viene a desconectarme. No estaba tan equivocado. La muerte aparece frente a mí, vestida de negro y con su guadaña al hombro. Una sonrisa se esboza en mi cara.
-Clara, Manucho. Allá voy- digo y cierro los ojos.
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Crónicas Ficticias de un Joven Escritor
Mystery / ThrillerCrónicas Ficticias de un Joven Escritor es un libro de relatos auto conclusivos que buscarán sorprenderte y entretenerte aunque sea por tan solo unos minutos. Actualizaciones todos los miércoles.