3. COMIENDO TECHO

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El señor Giancane apenas volvió a hablar conmigo las horas que me quedaron en la casa. Le preparé un par de huevos fritos, lo único que sé hacer, y barrí el salón mientras él repasaba ansioso libros y cuadernos. Por las arrugas de su cara, era complicado determinar si estaba asustado o emocionado. Pasaba las páginas deprisa, subrayando compulsivamente párrafos enteros, farfullando en italiano, limpiándose el sudor de la frente. Cuando me despedí, solo me dijo que me contaría todo al día siguiente y forzó una mueca que pretendía ser una sonrisa.

Al llegar a casa, mi madre seguía postrada en el sofá devorando telenovelas turcas. Se giró como pudo para verme dejar las llaves en la mesita de la entrada. Después de intentar adivinar la respuesta mirándome el gesto, hizo la pregunta.

— ¿Qué tal ha ido?

— Bien, normal. – Dudé de si habría sonado natural y pensé en qué hubiera contestado si no viniese acojonada. – El viejo es un puto gilipollas, pero bien.

— Bueno, está muy mayor y se le va un poco la cabeza. – Si ella supiera.

— ¿Tú cómo estás?

— Igual. No puedo casi moverme... de hecho, te estaba esperando para ir al baño.

Cogí a mi madre por debajo del brazo y la llevé casi en volandas hasta el retrete. Escuchar cómo se lamentaba, siendo una mujer que llevaba décadas reventándose sin quejarse, me dejó claro que tardaría en volver al trabajo. En otro momento eso me hubiera destrozado.

— ¿Nunca has notado nada raro en esa casa? – Le pregunté cuando ya estaba sentada.

— Bueno, sé que es un poco sospechoso que no permita subir al piso de arriba pero, por lo que he visto, es un hombre muy supersticioso. Y encima está chocheando... no se lo tengas muy en cuenta. Paga bien y a tiempo, con eso me conformo.

— Lo normal, ¿no?

— No te creas.

— ¿Alguna vez no te han pagado?

— Alguna vez.

— ¿Quién?

— ¿Qué más da ya?

— Bueno, me gustaría saberlo. – Resopló sufrida.

— ¿Te acuerdas de Isabelita?

— Qué va.

— La señora que cuidaba a dos calles de aquí, la madre del que tiene el Bar Aixalag.

— Ah, sí. La que se murió, ¿no?

— Esa. Bueno, pues se negaron a pagarme los últimos dos meses, casi mil doscientos euros. Me echaron la culpa de que su madre se muriera de un cáncer de páncreas.

— ¿Y por qué no me lo habías contado?

— Porque sé cómo eres y no quiero problemas. Esa gente es peligrosa.

Peligrosa era yo. La pobre no sabía que callárselo los protegía más a ellos que a mí. La ayudé de nuevo a levantarse para llegar al salón. Íbamos a pasar mucho tiempo repitiendo el mismo recorrido. Ella del baño al sofá y yo de mi piso a casa del señor Giancane.

Preparé la cena para mamá y para mí antes de acostarme. Huevos fritos, evidentemente. Ella se quedó en la sala toda la noche, el único sitio con televisión. Yo me acosté en mi cuarto y, como cada día, me dispuse a mirar el Instagram hasta que se rindieran mis párpados. Sin embargo, aquella noche todo era diferente. Con mi dedo, deslizaba hacia abajo las publicaciones de un montón de gente más guapa, rica y feliz que yo. Con mi cabeza, repasaba la tarde que había vivido y los recuerdos de mi infancia que le daban sentido.

El sonido de mis primeros años fue el de las fuertes discusiones entre mis padres. Él tenía un problema con el alcohol y con todos sus fracasos, así que lo pagaba con ella casi a diario. Por suerte, mi hermano mayor Víctor aún vivía aquellos días para ponerme música que tapase los gritos e intentar que, a diferencia de él, pudiera seguir siendo una niña inocente el mayor tiempo posible. Tenía doce años más que yo y era el único que hacía que me sintiera a salvo. Era mi héroe, mi referente, mi guía. Una lástima que solo coincidiéramos seis años en el mundo antes de que la droga lo arrancase de mi vida. Sin él, todo fue más complicado, más frío y oscuro. Era el fuego al que arrimarme en la noche de mierda en la que he vivido siempre.

Luego, cuando me quedé sola con mi madre, los chillidos dejaron paso al silencio absoluto y eso fue aún peor. Ella solía trabajar de noche y me dejaba sola en casa hasta que el sol volvía a iluminar los posters de 2pac que heredé de Víctor. Tengo un recuerdo horrible de aquellas madrugadas en vela y los terrores nocturnos que siempre guardé en secreto. Si cierro los ojos, vuelvo a ver de forma nítida los monstruos que atemorizaban a aquella niña de seis años escondida debajo de su edredón en pleno verano.

Todo empezó con una mujer flacucha y de melena despeinada que se pasaba toda la noche mirándome desde la puerta de mi cuarto, asomando media cara en silencio. La veía allí quieta desde que mi madre se marchaba, hasta que volvía a oír sus llaves en nuestra cerradura.

Poco después empecé a escuchar una voz grave que venía de debajo de mi cama. Repetía durante horas la misma frase: soy el lobo. Ahora me parece una gilipollez, pero para una cría sola en casa, aquello era terrorífico. Nunca me asomé, solo permanecía lo más quieta posible para que ese que decía ser el lobo, pensara que el colchón estaba vacío.

Meses más tarde, empezó a aparecer un niño que reía y correteaba por mi habitación. Era el que menos miedo me daba, aunque llevaba la camisa manchada de sangre. O de kétchup. No sé, nunca me acerqué lo suficiente para averiguarlo. Me miraba como si quisiera que jugase con él, extendiendo las manos hacia mí. Yo intentaba no hacer contacto visual con ninguno mientras contaba los segundos hasta que volvía a salir el sol. 

Así fue durante mucho tiempo.

Desaparecieron a mis trece años, justo cuando el cannabis me ayudó a dormir las noches enteras. Empecé a volver tarde a casa, horas después de que mi madre se hubiera marchado. Tardé en dejar de odiar mi habitación y dilatar las reuniones callejeras para retrasar mi regreso.

Por suerte, mi cerebro escondió aquel recuerdo en lo más profundo de mi memoria, pero como pasa con cualquier otro hecho traumático, volvía a asomarse de vez en cuando.

Era inevitable pensar, después de lo que me había dicho el señor Giancane, que esos extraños visitantes nocturnos fueron producto de la imaginación de una cría asustada y la verdad, es que hubiera preferido seguir mi vida pensando que todo aquello fueron simples visiones. 

Ese Viejo RaroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora