La noche había caído y la niebla se hacía presente en la ciudad. Edgar Mundstock caminaba sin rumbo alguno por la vereda; usaba una mano para sostenerse con lo que se encontrara y en la otra llevaba una botella de whisky que había comprado con sus últimos billetes. Desde que era vagabundo se había vuelto alcohólico, era lo único que parecía distraerlo de la realidad y hacerlo olvidar de su miserable vida; después de eso, el alcohol no le daba nada bueno. Siguió caminando a trompicones buscando llegar a la lujosa suite en la que pasaba sus noches: un colchón viejo y raído colocado al lado de un basurero. Había decorado el lugar con botellas de los más finos licores que podían conseguirse en las calles: ginebra, cerveza, aguardiente. A pasos lentos y no tan seguros llegó a su hogar y lo primero que hizo fue tirarse sobre su cama y seguir bebiendo. Edgar daba tragos pequeños, por lo que para vaciar una botella podía estar horas, y fue así como la noche pasó para dar la bienvenida al caluroso sol de verano. Los primeros rayos matutinos le provocaron calor y decidió desabrocharse la camisa, la cual solo tenía tres botones. Su pecho, poblado de pelos negros y partido al medio por una larga cicatriz, quedó al descubierto. Sus dedos comenzaron a recorrer la vieja herida con calma, como si hacerlo de esa manera pudiera hacer desaparecer la marca. ¿Dónde había conseguido esa cicatriz? Su mente era hábil, pero al verse bajo los efectos del alcohol todos los signos de agilidad desaparecían. Retrocedió en sus memorias en búsqueda de algo, pero le era muy difícil encontrar el origen. Cerró los ojos y junto fuerzas buscando concentrarse. Retrocedió aún más y ahí estaba. Su cicatriz se había producido por... Oh, no. Al dar con el porqué de la marca en su pecho recordó que tenía algo por hacer. Debía volver al laboratorio en el que le habían causado esa herida, y debía ser rápido.
-Uno, dos, tres, cuatro, cinc... mierda. Vamos de vuelta. Uno, dos, tr... puta madre- dijo Edgar Mundstock.
Un aliento pestilente emanaba de su boca mientras sus pies trataban de coordinar con su mente para juntar fuerzas y levantar el gordo cuerpo al que pertenecían. Su borrachera era tremenda y el dolor de cabeza que esta trajo consigo era galopante. Estaba mareado y su distinción de la realidad se había alterado, pero, aunque no quería pararse, debía hacerlo, sino iba a llegar tarde, y eso no sería bueno. Ya había sido castigado de manera feroz y no quería volver a sufrir las consecuencias. La última vez el castigo había sido tan fuerte que el dolor más leve era producto de una quebradura de costilla, pero, por suerte o por desgracia, de ese hecho hacía ya dos años. Cada ese periodo de tiempo, Edgar se internaba en un laboratorio durante algunas semanas y le realizaban distintos estudios y utilizaban su cuerpo para, según los científicos, buscar curas para enfermedades y probar nuevas medicinas. Por suerte, la paga era muy buena y nunca había sufrido efectos adversos, así que seguía asistiendo al lugar.
Apoyó una mano en el piso y ayudándose con la fuerza de sus piernas logro levantar su cuerpo unos escasos centímetros... para terminar cayendo. Repitió dicha acción, pero cuando sintió que estaba a punto de caer logro aferrarse al alféizar de una ventana que se encontraba sobre él. Dio un último empujón con sus piernas y ya estaba parado, aunque tambaleante y lento, estaba parado. Como pudo caminó hasta la esquina, sosteniéndose de postes, paredes, cabinas telefónicas y cual estructura erguida hubiese. Cuando llego había un hombre vestido de traje esperándolo fuera de una limusina negra.
-Usted es Edgar Mundstock, ¿cierto? - preguntó el trajeado.
-Ya... ya sabe eso, no hace falta que lo pregunte.
-Son preguntas de rutina, señor.
-Si, como sea...
- ¿Adónde desea dirigirse?
-También lo sabe, pero está bien, intuyo que es...
-Rutina, tan solo eso.
-Entiendo. Lleveme a 221B Baker Street.
El hombre le abrió la puerta del vehículo y lo invitó a subir. Ya conocía el cuento: al instante de subir le ofrecerían un Martini y él diría que sí. Luego de eso caería dormido a causa de los sedantes que la bebida tenia. Al final, despertaría atado en aquella cama del laboratorio de las afueras de la ciudad donde le realizarían experimentos durante semanas. Era un pequeño precio a pagar por una gran recompensa.
Se subió al vehículo y, para su sorpresa, no era un Martini lo que había frente a él, sino que tenía una Magnum 357 apuntándole, y una mano le hacía señas invitándolo a subir.
Esto, sin dudas, no era lo que se esperaba. Tener una pistola frente a él no iba según lo habitual y lo dejaba en una situación de completa perplejidad. Se quedó en shock por varios segundos hasta que la mano habló.
-Sube ya o dentro de los próximos segundos lo único que quedará de ti será un charco de sangre sobre el suelo.
Edgar no hizo más que obedecer.
Se sentó al lado del misterioso individuo y este bajó la pistola sin emitir palabra. No se atrevió siquiera a mirar al hombre armado, su temor era tal que no emitía movimiento alguno. Tan solo se dispuso a observar por la ventana, un poco para tratar de relajarse y otro poco para averiguar hacia donde se dirigían. Siguieron recto por el centro de la ciudad, cruzaron el rio y se adentraron en los bosques. En ellos había una neblina que aportaba un halo de misterio al lugar, y la espesura del grupo de árboles hacía imposible ver más allá de cien metros. Recorrieron un largo trecho hasta toparse con otro vehículo, en esta ocasión un sedán gris. Estacionaron a su lado y un hombre bajó del automóvil y abrió la puerta en donde se encontraba Edgar. El hombre de la pistola le apoyó el arma en la espalda.
-Sube al vehículo.
De nuevo, Edgar le hizo caso y subió al móvil gris. Antes de subir, el hombre que le había abierto la puerta le ordenó que se colocara un saco en la cabeza el cual imposibilitaba la visión. Fue ayudado a sentarse y de manera automática el motor del auto arrancó y comenzaron a dirigirse hacia un destino, esta vez, impredecible por completo.
Edgar no terminaba de comprender que es lo que estaba sucediendo. Además de llevar una gran jaqueca encima, se encontraba muy confundido y era incapaz de deducir hacia donde iban. Solo podía escuchar el rugir del motor y nada más. Nadie emitía palabra. Sabía que dentro del vehículo eran tres personas, dos delante y una detrás, a su lado, porque los había visto antes de colocarse el saco. Trataba de buscar una respuesta coherente a la situación, pero nada lograba convencerlo, ¿un secuestro? No, si hubiera sido así no se la hubieran rebuscado tanto, ¿quizás se equivocaron de paciente? Podría llegar a ser, pero los científicos, y estos en especial, nunca daban un paso en falso. Lo lógico no era sacar conclusiones apuradas. Debía esperar a llegar a donde sea que se dirigían y las cosas se iban a esclarecer, eso estaba seguro. Se resignó a cerrar los ojos y tratar de dormir un poco, pero cuando estaba a punto de hacerlo algo lo sobresaltó y rompió el finito silencio.
Un teléfono había comenzado a sonar.
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El Puño Pestilente
AcciónEdgar Mundstock es un vagabundo: su vida consiste en recorrer las calles en busca de comida. Cada dos años alquila su cuerpo a un laboratorio a cambio de dinero y un día, cuando volvió a hacerlo, todo cambió. Comenzaron a llamarlo el luchador y, li...