Deseo

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– Solo deseo... algo muy simple.

Mis ojos se movían por todas partes, permitiéndome visualizar imágenes borrosas del lugar: mujeres aburridas con hombres con trajes irreconocibles, camareros distorsionados, platos con migas que parecían caídas del cielo pero que, en realidad, caían de la asquerosa boca de un gordo empresario, y... ¿Ese de ahí es Richard Myers? No, no era posible. Es Carl Thompson. Estoy seguro. No, en realidad no. ¿Carl Thompson va a restaurantes como Dorsia?

– Patrick.

Escucho la fina voz de Jean como si estuviera dentro de un túnel; lejano. Demoro, creo, más de un minuto en poder volver a tomar atención y estar consciente de que estoy en Dorsia (sí, en Dorsia), frente a un plato de sashini de codorniz con brioche a la plancha y, al lado de ella, un vaso de vidrio con cerveza Cristal. Tomo en cuenta lo llena que está y por primera vez en toda la noche miro a Jean a la cara. Se veía cansada, con un poco de ojeras, el cabello bien cuidado, como siempre, y usaba el mismo lápiz labial que se colocó ayer. Su mirada era mareadora.

– ¿Sí, Jean?

– ¿Me escuchaste? – dice con un tono que intentaba ser calmado pero criaba pánico.

– Lo siento. Ha sido un largo día. – sonrío con una notable dificultad.

Pasa al lado de nuestra mesa una tía con buenas tetas.

– Entiendo, también he tenido uno abrumador. – Tomó débil su vaso con jugo de frambuesa y, sorprendentemente, no esperó alguna reacción de mi parte.

Salimos una hora después. La conversación en la cena no fue más allá de contar anécdotas vagas. Un aura triste nos seguía, pero no estoy seguro. Sentía algo raro en el pecho, un dolor, un nudo, y no creía que las pastillas ayudaran en esta singular situación. Las manos me sudaban de una manera impresionante. Busqué mis guantes en los bolsillos. Jean miraba al frente y yo la observaba sin parar mientras movía mis manos dentro de mis bolsillos, ya sintiendo que tengo los guantes al alcance, pero sin querer agarrarlos.

– Puede que llueva. – comento, pensando demasiado el cómo lo dije.

Ella asiente con la cabeza, dudosa, y mira a los lados. Luego, parece que se arrepiente y levanta la cabeza, mirando el cielo despejado.

– Yo creo que no... – y aquí es cuando me doy cuenta de todo. Todo este tiempo, todo lo que ha pasado; soy consciente de todo. Al menos por unos minutos. Por alguna razón siento que el cielo es la respuesta a todo y lo miro con la mayor intensidad posible, al lado de mi secretaria. Analizo los espacios sin estrellas, sin nubes, sin nada que moleste al vacío infinito que habita tan tranquilamente ahí. ¿Por qué habría de llover? Aquella pregunta va rondando en mi cabeza, hasta que desaparece, y quedo desierto. Ambos quedamos parados en la calle, bloqueando la pasada a cualquiera que se digne a caminar al lado nuestro. De todas formas, nunca pasó nadie, porque la fuerza que emanaba Jean era tan intensa que podía revolver el corazón de cualquier ser viviente con cierta cantidad estándar de sentimientos. Era algo poderoso que, creo, jamás en mi vida había presenciado. Ella me miró, me clavó muy profundo su mirada en la mía y aquel pinchazo dolió como nunca. Habían nubes detrás de su ser. Ojalá transmitiera que sabía que estaban allí.

– ¿Podrías responder con sinceridad, Patrick? – Frunció el ceño a modo de angustia y completa confusión. Había adelgazado un poco desde la última vez, cuando le había dicho que me hacía sentir loco, creo. De todas formas... Yo... El programa de Patty Winters de esta mañana era sobre dulces japoneses extraños. - ¿Alguna vez has querido hacer a alguien feliz?

Finalmente, saqué los guantes y me los puse, tomándome mi tiempo. Pasó un hombre maricón que me observó más de lo debido, y arrugué la frente.

– Bueno, ya sabes, Jean, es... Sí, pues claro.

Bajé las manos, o quería hacerlo, pero me lo impidió. Me tomó ambas manos, con firmeza al inicio y extrañeza al final, pero nunca las soltó ni quiso hacerlo. Su calor traspasaba mis no tan delgados guantes de Farfetch. Sentí un inesperado brote de escalofríos que empezaba desde mis manos hasta mis hombros. No era capaz de leer su rostro.

– Entonces... ¿A quién? – preguntó emitiendo una significante porción de sincera curiosidad, que me hizo querer realmente responder tal pregunta en mi cabeza. Abrí la boca, pero simplemente mis cuerdas vocales dejaron de funcionar.

No sé si repitió su pregunta unas cincuenta y tres veces, pero en mi cabeza rabotaba y demoró en callarse. Mi cerebro, o algo, estaba creando sensaciones nuevas que no era capaz de comprender. Es que... ¿Qué me está pasando? Mi persistente dolor que despertaba y dormía todas las noches de mi vida conmigo comenzaba a desaparecer de a poco, muy lentamente, pero se sentía tan real que era algo muy fuerte. Con tan solo sentir que no tenía una pequeña cantidad de él dentro de mi ser, era liberador. Pero, ¿acaso podría decirle a la cara a Jean que mi dolor seguía siendo tan fuerte como para querer que, sea quien sea, sufriera igual o incluso peor que yo? ¿Qué nada me hacía realmente feliz y que, por lo tanto, no podría querer transmitirle a nadie aquel sentimiento?

– Tengo que devolver unas cintas. – fue mi respuesta automática y programada. Nunca me di cuenta que lo dije ni que le di la espalda y comencé a caminar sin expresión. Detrás de mí se oyó una voz con tono de pregunta, más y más lejano aún. Comenzaba a gritar. Patrick pretendió no escucharlo. Camina, no mira atrás. Cruza la calle. Parece avergonzado de estar allí. ¿Hay algo que alguien pueda hacer? 

Mi Mundo (Patrick Bateman)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora