Prólogo

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Agatha rebuscó en sus bolsillos y extrajo la manzana que le había robado al mercader por la mañana, se sentó junto a la niña y comenzó a pelar la fruta. La pequeña se acercó con impaciencia tratando de arrebatarle el alimento.

—¡Un momento! —balbuceó Agatha. Estaba más muerta de hambre que la chiquilla y, aunque se moría de ganas por devorar aquellos caminos serpenteantes de cáscara, se contenía. Lo hacía para que la niña tratara de mantener la compostura también—. ¡Ya está, cielo! —le entrego la manzana ya pelada.

La chiquilla, Alicia, mordisqueó la manzana hasta casi acabarla, miró con afecto desbordante a la que era como su madre y le entregó lo que quedaba de la fruta.

—Termínatela tú, mi cielo. Ya volveré con otra cosa más tarde y comeremos las dos. —La niña obedeció—. Debo irme —la abrazó con fuerza y dibujó un besito en su frente.

En el otro extremo del poblado Minerva llenaba su copa y la apuraba bajo la atenta mirada de la mujer que la esperaba. Se levantó casi de un salto, dio un último vistazo a los hombres que se encontraban aquella noche en la taberna y dejó unas monedas sobre la mesa, ignoró las ropas maltrechas de la mujer que la miraba y la tomó del brazo para arrastrarla a la mugrienta habitación.

Una vez satisfizo sus deseos le dio una generosa cantidad a la muchacha, se cambió el vestido con magia y se marchó tan deprisa como un huracán. Ni siquiera el placer la ayudaba a olvidar.

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