Una cena y una huida

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Agatha recogía leña en compañía de Alicia. Se habían alejado un poco de casa.

—¡Acá hay otro! —gritó la niña levantando con su manita el trozo de rama seca.

Agatha se acercó, recibió la leña y acarició suavemente la cabeza de la niña revolviéndole cabello.

—¡Bien hecho, Polilla! —Tomó la rama, la despojó de las hojas y pequeñas ramillas y la ubicó en el montón—. ¡Hora de irnos! —tomó la leña entre los brazos y emprendieron el camino.

Alicia observaba curiosa el paisaje. Recogió pequeñas florecillas, una a una iba creciendo el ramo hasta que su diminuta manita no podía albergar una más.

Agatha empujó el pequeño trozo de madera que servía de puerta a la pequeña cabaña que era su morada, y se adentraron con prisa, felices. Descargó las cosas y corrió hasta el saco de arroz, sacó una pequeña taza y se lo entregó a la niña. Tomó el único recipiente de metal que tenía y se giró a ver a su pequeña. Pensó en lo cómoda que estaría Alicia en casa de sus padres. Lamentaba profundamente tener que llevar de un lado para otro a la pequeña. Lamentaba que pasara hambre y lamentaba no tener ningún ápice de magia. Observó su morada. Una cabaña corroída y maltrecha. Pequeña y oscura.

Avanzó unos cuantos metros hasta un pequeño riachuelo y llenó el recipiente. Recorrió despacio el camino de regreso, procurando no derramar el agua y entró ubicándola sobre las dos rocas que descansaban en el rincón. Ubicó la leña y algo de paja. Golpeó las piedras una vez tras otra hasta que un débil hilillo de humo comenzó a brotar de la paja. Ubicó la leña y sopló delicadamente sobre el pequeño fuego que empezaba a gestarse.

—El arroz, cariño. —llamó con un gesto de la cara a la niña y esta vacío el contenido del pequeño recipiente sobre el agua.

Agatha soplo y custodio el fuego por un rato más mientras la pequeña jugaba con las florecillas.

Luego de cenar, Agatha tomó la pequeña guitarra y la colgó en su espalda. Colocó la capa sobre el pequeño cuerpo de su niña, la tomó de la mano y se marcharon al poblado.

—¿Tocaremos hoy, Agatha? —preguntó curiosa.

—Sí, cariño.

Tan pronto llegaron a la taberna, la mujer la observó con mirada despectiva.

—No te emborraches, jovencita. Aquí nadie cuidara de esa niña tuya.

Agatha sabía. Los niños siempre eran presas fáciles para los vendedores de esclavos. Llevó disimuladamente su mano hasta su cadera, palpando la cinturilla de la falda. Ahí estaba.

—Solo venimos a tocar. Soy un juglar. —Desvió su mano hasta el cabello de la niña en una caricia inocente que deslizó el cabello hasta ocultar la punta de su oreja.

—Adelante entonces. ¡Y más te vale que lo hagas bien! —la mirada acusadora de la mujer le indicó que se molestaría mucho si no vendía la cerveza habitual.

Agatha tomó la mano de la pequeña y la tiró hasta el interior de la estancia. Se ubicaron al frente, en dos sillas aisladas. Descargó la guitarra sobre su rodilla y comenzó a afinarla. Un par de insultos más tarde la multitud comenzó a dejar de balbucear.

—¡Bien hecho! —sentenció la tabernera después de que Agatha recibió algunas monedas. Les hizo un gesto para que la siguieran y les entregó una hogaza de pan—. Mañana vendrán los mineros, sería un buen momento para tocar. —Se marchó con una bandeja en la mano dejando a Agatha asimilando la información.

Partieron felices. Los mineros trabajaban dos semanas seguidas, luego tenían un par de días de descanso, los cuales usaban para volver a su hogar, beber e ir en busca de placer. Sin duda sería una buena noche.

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