El Reencuentro

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15 AÑOS DESPUÉS

—Niño Francisco —lo interrumpe la trabajadora del hogar mientras se hace paso discreto hacia la oficina de su patrón.

Francisco, sin levantar la mirada de los papeles que lee sobre su escritorio, le responde: —¿Qué pasó Jesusa?

—Ay, mi niño —dice mientras se frota las manos en señal de nerviosismo—. Disculpe que lo interrumpa, pero esto es urgente.

Exhalando, Francisco acomoda los papeles sobre la mesa para escuchar lo que su nana tiene que decir.

—¿Qué pasó?

—Hay un señor que quiere verlo. —Sus gestos denotan confusión y preocupación extremas—. Ay, mi niño... es que dice que es su hermano. Dice que es el niño Álvaro... pero yo no lo reconozco... no estoy segura...

Francisco se queda sin palabras. Parándose de su asiento para salir a encontrarse con la visita, su cuerpo se paraliza. Su mirada se encuentra con la mirada de su hermano. Sabe que es él pese a su rostro desfigurado.

—Hola Francisco.

—¡Ay! Usted no puede estar aquí —le reclama una nerviosa Jesusa.

—Está bien Jesusa. Déjanos solos, por favor. Yo me encargo.

—Está bien —balbucea retirándose mientras ve de reojo al intruso con terror.

Álvaro camina hacia el escritorio de su hermano. Se sienta en la silla frente a él.

—Y al final no donaste la hacienda —dice suspirando mientras mira a su alrededor la decoración de la que fuera la oficina de su madre—. Me agrada que no lo hayas hecho...

Francisco no puede dejar de mirarlo. Al tenerlo tan cerca, no puede disimular el terror que siente al admirar la carne corroída y quemada que envuelve la deforme cara de su hermano.

—¿Qué? ¿Esto? —dice tocándose la tensa piel de su cachete.

Si no fuera por el lunar que tiene en el ojo derecho, Francisco no hubiera sido capaz de reconocerlo.

—¿Qué sucedió? —pregunta Francisco.

—Qué sucedió... qué sucedió, pues resulta que el maldito de mi hermano me traicionó. Firmé sus putos papeles en los que me despojaba de mi herencia, y aun así me envió a la cárcel. La sentencia era larga, yo no tenía todo ese tiempo, así que ¡Ups! —dice tapándose juguetonamente la boca con una mano—, un incendio sucedió, y pues uno hace lo que puede verás...

Francisco intenta con su mano derecha alcanzar la pistola que guarda debajo de su escritorio.

—No, no, no —replica Álvaro apuntado la suya sobre la frente de su hermano mayor, justo en medio de sus cejas—. No cabrón.

Francisco sube sus temblorosas manos al aire.

—¿Sabes que Camila falleció?

Francisco abre los ojos en sorpresa.

—Se suicidó. ¡Se colgó a los tres meses de estar en la cárcel...! —grita con rabia. Lágrimas le caen sobre sus cachetes deformados—. No te dignaste a saber siquiera cómo estábamos. Ya no quisiste saber de nosotros nunca más. —El dolor que lo ha oprimido todos estos años, le explota—. Quisiste que nos pudriéramos... ¡Felicidades! ¡Lograste tu cometido!

Francisco no puede controlar el dolor que siente. Comienza a llorar.

—¡Llora! ¡Llora cabrón!

Estas últimas palabras desatan una furia en Francisco que lo mira con la poca fuerza que puede reunir.

—¡Ustedes mataron a mamá! ¡La envenenaron!

Los ojos de Álvaro se abren. Ahora es su brazo el que tiembla.

—No, no.... No —balbucea al mismo tiempo que con su mano libre se da golpes en la cabeza.

—Los amó tanto que no quiso luchar por seguir viviendo al enterarse de su traición... ¡Su corazón se marchitó!

—¡Calla!, ¡calla! —le ordena con una respiración pesada y cortante.

—¡La hicieron sufrir! ¡Ella no se merecía eso!

Jesusa entra apresurada interrumpiéndolos. Los ecos de sus gritos se habían acorralado en los pasillos alertándola.

—¿Todo bien niño Francisco? —Al notar el arma que la horripilante criatura apunta hacia el niño Francisco, grita desgarradamente. Esto hace que Álvaro reaccione dándose la vuelta y disparando el arma. Los tres balazos que Jesusa recibió la tumbaron al suelo. Sus ojos quedaron abiertos en un gesto de terror.

—¡No!, ¡no!, ¡no! —se reprimenda Álvaro mirándose la mano que porta el arma.

Francisco toma la pistola de su escritorio y la dispara contra su hermano. Con cada disparo descarga su dolor. Y cuando el cartucho está vacío, continúa jalando el gatillo. Lo hace enérgicamente hasta que el llanto confuso que había sentido afianzarse en sus entrañas con pesadez, al fin se desborda sin control sobre su rostro. Corre hacia su hermano menor abrazándolo.

—No, no, ¡nooooo! —grita— Maldita sea, ¡no! —Besa su cabeza. Le acaricia su cara como lo había hecho cuando era un niño pequeño. «¡Oh! Tan risueño, tan feliz... tan bello...», medita con el alma compungida, intentando reconocerlo mientras mece el rostro deforme entre sus brazos.

Se dirige para besar la frente de la dulce Jesusa.

—Lo siento. Te amo —le dice entre sollozos mientras acaricia la mano de la que fue como su segunda madre. Intentó cerrarle los ojos para que descansara en paz, pero el dolor que se le aprisionó en el pecho, lo impulsó a levantarse para recuperar el aliento, haciéndolo fallar en su cometido.

Su ser ha muerto en vida. Ya no tiene más por hacer que regresar a su escritorio para recargar el arma y apuntarla sobre su garganta con dirección hacia su cerebro. Y por los microsegundos en los que su dedo generó la acción de jalar el gatillo, sus ojos se posaron en el horizonte, topándose con los de Jesusa. Los ojos semi-abiertos del cadáver, parecían mirarle tan profundo, que sus entrañas se agitaron, disparando en él la última memoria de su vida, una memoria que había olvidado... La de aquella ocasión en encontró a sus hermanos que miraban con escalofriante emoción el efecto que el microondas hacía en el gato que introdujeron en él...

La HaciendaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora