SAINTS AND SINNERS (Levítico 18,22)- A SAINT SEIYA HISTORY -

ŪNUS

*******pequeño contenido para adultos (+18) dentro del capítulo*******

1 Tesalonicenses 4:3,5

" Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os alejéis de la fornicación,
que cada uno de vosostros sepa poseer su cuerpo con santitad y honor, y no dominado por la pasión, como hacen los gentiles* que no conocen a Dios."

Después de las oraciones nocturnas en la capilla se había encerrado en su habitación, y había tirado sus libros de rezos a granel sobre su escritorio de ébano oscuro, a lado de la Biblia, de sus libros de teología, y de los escritos religiosos en latín, que, a diferencia de los primeros, habían sido colocados cuidadosamente en una esquina. Se había permitido una ducha rápida, lo que normalmente hacía solo cuando se despertaba a las 6, antes de la oración matutina, y había sentido un gran alivio solamente quitándose esa ropa negra, seria, rigurosa, que ya llevaba puesta desde la madrugada: había sido un día agotador, dividido entre minutos de plegaria, y momentos de estudio, tanto por la mañana como por la tarde, hasta las 17, para ser exactos. Esa era la hora en que él, con todos sus compañeros, había participado en el rosario diario del mes de mayo, para luego concluir la jornada con una ligera cena al anochecer, y los ruegos habituales hasta las 21.30.

Había revigorizado su espíritu, y nutrido el ardor de su fe en la recitación de los misterios dolorosos de la Santísima Virgen, pasando entre los blancos y esbeltos dedos, una a una las cuentas de la corona de María, y cada palabra bendita pronunciada con su dulce voz testimoniaba la intensa que era su dedicación.

Él y todos los seminaristas del último año estaban a punto de alcanzar su añorado objetivo: la ceremonia de consagración al sacerdocio, celebrada por monseñor Saga, obispo de su diócesis, y el obsequio de él a cada uno de ellos, de la santa sotana. Por eso él y sus compañeros estaban tan efervescentes últimamente, con el júbilo en la voz, y alegría en sus ojos. Terminado de refrescarse se detuvo solo un momento para mirar su rostro en el espejo del baño, para después pasar a centrar su atención en las uñas de sus manos, y de los pies, recordando que cuando era mucho más joven, aún no iluminado en los sueños por la llamada de Dios, solía pasar sus mejillas con colorete rosado, del mismo color que las peonías del jardín de su madre, para darse un efecto "bonne mine "*, y pintarse las uñas de un maravilloso celeste, igual al color de sus ojos brillantes.

En verdad en lo más profundo de su alma (nunca se lo habría admitido a sí mismo, y mucho menos lo habría rivelado a los demás), a él le faltaban todos esos mimos, los vicios que en el pasado se concedía, y los geniales maquillajes que creaba cuando todavía era un simple chico de diecisiete años, que buscaba entre la multitud a su príncipe azul.

Ahora las cosas eran muy diferentes, ya que había tomado otro rumbo, más auténtico, y menos frívolo, y había dejado de lado su deseo de casarse, y de tener un fiel compañero de vida, para consagrarse a algo mucho más grande, e importante a sus ojos: había decidido convertirse en un testigo de Cristo, apóstol de su palabra. Sin embargo algo de aquel antiguo chico había permanecido, dado que aún conservaba un pintalabios rojo, que mantenía cerrado dentro de una caja, junto a su crucifijo, que llevaba todos los días debajo de la camisa negra, y esa noche había decidido que iba a usar ese color carmesí tan encantador. De hecho puesto su mejor pijama de algodón fresco, aplicó en los labios el llamativo lápiz labial, y, apaganda la luz de su alcoba, permaneció a oscuras, en silencio, esperando trepidante la llegada de un misterioso ospite nocturno, acostumbrado a frecuentar esos lugares, especialmente el dormitorio del apuesto joven.