Un día pasaba yo por alameda central, como a eso de las 5 de la tarde creo recordar porque, ya trabajado y con el ajetreo del día en el rostro, también pasaba Julian.
-¿Como estas?
-¿No supiste?
- No me espantes Julian, ¿Martita está bien?
- ¡Si! Que si no... la vieja bruja me hizo dormir en el sillón porque... Bueno, bueno, esa es otra historia...
-¿Entonces?
-¡Clausuraron el restaurante cabrón! Vengo saliendo de ahí, ni siquiera nos dijeron porque... bueno, te dejo...
Me dirigía a cubrir mi turno vespertino como mesero en el "Dragón de Jade", restaurancito chino rascuache que tenía poco de abierto... y mucho menos de cerrado, aparentemente. Con lo que me gustan los cambios de plan. Ya decía yo que el día no pintaba bien; desde la mancha de pasta de dientes en el saco recién recogido de la tintorería, hasta el condenado calor de mediados de julio sin una sola triste nube en el cielo. Aun así, como todos los días, el sol brillaba gris.
La frente se me perló de sudor, un muchacho frente a mi leía un libro de cuentos... Cortazar, me parece. Recuerdo uno en particular de él... para nada el mejor según la crítica... pero que van a saber esa bola de petulantes sabelotodo sin mayor labor que vivir a expensas del trabajo ajeno, con sus "cuando saque mi libro"s y sus "yo lo haría distinto"s. Era de un señor... y... tenía un conejo me parece ¿O era un gato?
"Estación Emiliano Zapata... Favor de salir ordenadamente. Gracias"
A duras penas me dejaron entrar a recoger mis cosas. Había dejado una mochila con ropa y un dibujo que mi hija me había hecho cuando tenía apenas cerca de tres años. Le encantaban los unicornios y las princesas, como a tantas niñas que crecen junto a sus padres; que ríen y juegan con sus muñecas, pagadas con el aguinaldo decembrino; que creen para verlo todo, que imaginan y nos sacan una sonrisa de anhelo por ese mundo que pintan con acuarela o acrílico, manchando toda la casa y sus habitantes. Pero mi niña ya no hacía nada de eso.
Me senté en uno de los oxidados bancos metálicos, repasados con múltiples capas de pintura beige que se caían a grandes trozos. Contemplé el dibujo unos minutos, apartando toda gota que pudiera estropearlo... mi niña. Alcé la vista y aquella figura se quedó fijada en mi mente: tenía plumas, si... por todas partes, pero el cuerpo era el de un caballo... y uno bien alimentado. Sus ojos por completo blancos se detuvieron en mi, y fue entonces que me percate de otra cosa: de su frente sobresalía un pequeño cuerno rojizo que terminaba en una punta sumamente afilada. El animal se acercó lentamente, el sonido de sus pisadas amplificado por el vacío de aquel baño de restaurante.
Se que lo vió, pues seguí su mirada. También se que lo atravesó con aquel cuerno suyo, me regaló una última mirada de soslayo y siguió caminando.
Al final del pasillo se abrió una puerta.
Esa fue la última vez que ví a mi niña.