CAPÍTULO 1. LA VIDA ES SUEÑO

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El fulgurante relámpago no esperó a su atronador rugido para disparar un océano de balas sobre el asfalto de la ciudad. El cielo se había abierto en canal y no quería dar tregua a ningún aguerrido transeúnte que se aventurara a hacer frente a semejante declaración de guerra. Daniel no sería el valiente que desafiara al descomunal bombardeo de agua y barro que caía sobre su cabeza. Corría con todas sus fuerzas golpeando con sus pies en los charcos que, en cuestión de segundos, habían inundado las alcantarillas del camino que habitualmente tomaba para volver a casa. ¿Cómo había podido demorarse tanto en regresar? Se preguntaba sin esperar una respuesta que, posiblemente, ya se habría colado por algún desagüe. Ni siquiera tenía claro de dónde venía ni el porqué de una tardanza que hizo caer sobre él una noche cerrada y tormentosa. Pero sabía con toda seguridad que esa ruta llevaba a casa, que su madre estaría preocupada por la demora y que todavía debía estudiar para el examen de Geografía de mañana. No podía amedrentarse ante aquel aluvión de rayos, truenos y centellas. Sigue corriendo, Daniel, sigue corriendo.

- ¡Alto ahí, mariposón!

Aquella palabra resonó por encima de todos los rayos, rebotó en todas las fachadas y podría haber resquebrajado los cristales de las ventanas, pero por el momento consiguió paralizar a Daniel en el acto. Sabía de sobra que era a él a quien iba dirigida. No era la primera vez que tenía que soportar aquella burlesca comparación lepidóptera, sobre todo de aquellos que, con frecuencia, la utilizaban como arma arrojadiza con el fin de intimidarlo. Y como era de esperar, el francotirador de aquel ataque verbal no era otro que el reincidente Larry Finn.

- ¡¿Dónde crees que vas con tanta prisa?!

Pese a la oscuridad de la noche y la espesa cortina de agua que enturbiaba el horizonte, la silueta de Larry destacaba al final de la calle, avanzando hacia él cual Moisés abriéndose paso entre las aguas. Daniel seguía petrificado, con los pies sumergidos hasta los tobillos en aquel badén que decidió convertirse en estanque y parecía querer ser escenario de aquel desafortunado encuentro.

- ¡Un mariposón como tú no debería salir a volar a estas horas!

Daniel tenía su lengua tan paralizada como sus pies, pero tan seca que parecía el único lugar del mundo en que aquella riada no se atrevía a entrar. Larry se acercaba con esos andares de "soy el puto amo" con los que solía mostrar al mundo su dominio sobre todos. De la nada surgieron otras siluetas igual de dantescas que parecían querer imitar al joven imperialista, pero que se quedaban en burdas réplicas de bazar postradas a su merced. Sus colegas, su pandilla, los palmeros de burlas e insultos continuos le mostraban una vez más su fidelidad pese a la adversidad de los elementos. Cinco contra uno en lo que podría ser la noche del fin del mundo.

- ¡Fijaos, el mariposón no quiere hablar!

¡No quiere! ¡Mariposón! ¡Habla! ¡Quiere! ¡Mariposón! La tragedia iba tomando forma con el eco del coro que repetía una y otra vez las consignas de su amado líder. Solo necesitaban una señal para lanzarse como hienas a por su presa y devorarla hasta no dejar ni las migajas para los potenciales carroñeros. Y la señal llegó.

- ¡Hablaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!

La palabra se convirtió en grito, el grito en rugido, y el rugido en ultrasonido que silenció a la lluvia, a los rayos, a la tormenta, al universo entero. Las hienas bebían del grito para llenar su cuerpo de furia y enterrar en lo más profundo de su ser lo poco de humanos que podían recordar. Se precipitaban hacia Daniel con la fuerza de un tsunami, dispuestos a arrasar con todo lo que Daniel despertaba en ellos, y que Daniel resumía en un incomprensible odio a todo aquello que les daba miedo. Pero la joven y desvalida presa apenas tuvo tiempo de reflexionar sobre las posibles motivaciones de sus atacantes. Su piel empezó a hincharse y endurecerse. Ante el espanto de sus ojos, una corteza de piel viscosa se desprendía de su cuerpo para envolverlo cual faraón momificado. Le presionaba fuertemente por todos los flancos, aplastando sus órganos y quebrantando sus huesos, hasta que quedó totalmente envuelto en aquella pupa de metro setenta. Un intenso calor arreciaba en su interior, al tiempo que sentía a las hienas intentar desgarrar por fuera aquella crisálida que lo protegía y lo estaba matando al mismo tiempo. Y entonces, el cambio, la metamorfosis.

Un fresco hálito inundó los pulmones de Daniel hasta el punto de que su cuerpo se expandió, fragmentando el capullo que lo encerraba en mil pedazos y elevándose vertiginosamente hacia el cielo. Ahora Daniel los observaba desde lo más alto. Las hienas parecían insignificantes; su macho alfa, un miserable parásito. ¿Pero qué hacía allá arriba? Daniel se observó para descubrir a ambos lados unas preciosas alas que emergían de su espalda. Los colores anaranjados le recordaba a los de la mariposa monarca, que habían estudiado en clase de ciencias esa semana. ¿Sería verdad que era un mariposón tal y como le solían llamar? El joven, aceptando entonces su verdadera naturaleza, se atrevió por fin a hablar, alzando la voz como nunca antes lo hubiera hecho.

- ¡Larry!

El diminuto acosador alzó la mirada aterrorizado.

- ¡Esta mariposa ha decidido dejar de ser un capullo!

Como si aquella afirmación fuera la sentencia de muerte más temible jamás declarada, el pánico inundó a los matones como si todos los afluentes del mundo hubieran ido a desembocar a sus bocas, a sus puños, a sus piernas. Daniel se precipitó hacia ellos a tal velocidad que podría haberse dicho que fuera un rayo más de la tormenta, impactando sucesivamente sobre sus cuerpos y descargando contra ellos toda la fuerza de la venganza.

Nada quedó de ellos, salvo el reloj inteligente de Larry, del que siempre fardaba en el instituto y al que Daniel nunca hubiera podido aspirar teniendo en cuenta su situación familiar. Cogió del suelo el preciado trofeo y se lo enganchó a la muñeca. Aunque apenas pudo disfrutar de su nuevo juguete cuando escuchó la advertencia.

- ¡Cuidado!

El sobresalto le hizo girarse y ver a sus espaldas a "la bestia". Jamás en su vida había observado semejante monstruo. Algo enorme que no podía pertenecer a este mundo se aproximaba hacia él hundiendo el asfalto bajo sus corpulentas patas. El pánico volvió a adueñarse de él cuando escuchó el segundo aviso.

- ¡Corre!

Aquella voz de la que desconocía la procedencia lo sacó de su ensimismamiento y le dio el impulso necesario para girarse sobre sí mismo y emprender la huída. Corría y corría pero tenía la sensación de seguir en el mismo punto. La desesperación apenas le hizo escuchar la última de las advertencias de aquella noche.

- ¡Despierta!

¿Cómo? ¿Estaba soñando? ¿Nada de eso era real? Daniel se cuestionaba lo que estaba ocurriendo sin dejar de correr y con la bestia pisándole los talones. ¡Despierta, Daniel, despierta! La bestia se abalanzó de un salto sobre él y, alargando sus zarpas, desgarró la camisa de Daniel al tiempo que este se gritaba a sí mismo una y otra vez, ¡despierta! ¡despierta! ¡despierta!

Ringgggggg.

Daniel abrió los ojos. Estaba soñando. Estaba a salvo. Al menos, de momento. 

Centinelas y SoñadoresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora