Prólogo

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Podía con la violencia. No era la primera vez que sucedía, no era la primera vez que alguien ignoraba la palabra de seguridad, mucho menos que alguien la hacía sangrar. Podía con la violencia, con el dolor.
Aún con ello, existía cierto temor en esta situación en particular. No fue la exuberante y obscena cantidad de dinero que ofrecieron, tampoco fue la mirada gélida con la que fue recibida. Fue la delicadeza extrema, la simpleza inusual con la que la tocaban.

Lenta.
Tan, tan lenta y tan suave, como si fuera un juguete, una muñeca frágil de porcelana que se rompería al mínimo toque.

Luego todo cayó en un movimiento rápido, cuando lo miró a los ojos.

La delicadeza murió y, al que conoció como Mikey, desahogó todos sus problemas con su cuerpo.

Empujó y empujó con fiereza, y cuando se murmuró la palabra de seguridad fue ignorada tan fríamente que hirió.

Cuando gritó y no fue suficiente, porque Mikey apretó su cuello, ella jadeó con terror en los ojos. Arañó con todo su ser y en la punta de sus dedos sintió la sangre negra y roja, el pedazo de carne diminuto. Después el punzante dolor en su mejilla y su cabellera teñida que fue tomada con odio, sus labios mordidos y más sangre manchando todo lo que veía.

Alarmada, sus manos buscaban arañarlo todavía más, buscaban aferrarse a la piel y romperla y soltarse, desgarrarla y alejarse del dolor incómodo y punzante; buscaba una oportunidad para respirar. Mikey dio un manotazo, pero ella no frenó sus movimientos desesperados y ansioso. Y él tampoco lo hizo.

Sabía que estaba estresado, cansado y con ojeras enmarcadas debajo de sus ojos, grandes y pintándose lentamente de rojo, porque, imaginó ella, ser el líder de la organización criminal más grande de Japón no era un trabajo sencillo. Además, había escuchado que hacía días que no dormía y que cuando lo hacía no pasaba de tres horas.

Esa debió ser su primera advertencia.

La mano derecha que la contactó, un hombre raro e incómodo de ver, había insistido en que él se encargaría de todo, que Mikey unicamente viera y disfrutara, que para eso estaba él: para ver siempre por su bienestar y su grandeza.

Ella era consciente de que Mikey tenía miles de cosas que realizar, podía imaginar que cosas típicas que aparecían en películas, como encargarse de policías y organizaciones enemigas, de manejar políticos y personas con grandes influencias en los medios, de ver que todo funcionara y fluyera como debía hacerlo. Pero no era consciente de que tenía que hacerlo él forzosamente, porque, a excepción del hombre extraño, todos eran unos incompetentes. Imbéciles que despilfarraban el dinero y y no hacían más que pasear en sus autos lujosos y hablar de sus mujeres, presumiendo los intocables que eran, solo alardeando y siendo una molestia. Pero ellos no eran intocables para Mikey.

Por eso fue que el hombre, que después conoció como Sanzu, buscó su desahogo y lo alejó de ideas de castigo hacia ellos, él buscó una recompensa por su arduo trabajo y le trajo chicas y chicos de todo tipo: robustos, delgados, bajos y altos. Por eso la trajo a ella. Sabía que algunos se iban con mucho dinero a casa y una amenaza implícita, otros tardaban semanas y meses en ser hallados. confundidos, drogados y con hematomas moradas y verdosas por todo el cuerpo todos. Aquellos que desaparecían por más tiempo tenían cierto parecido que ya no era coincidencia para los ciudadanos alarmados y policías no corruptos. A ella no le importó esa segunda advertencia.

Cabellos teñidos, lunares en los pómulos, delgados y ojos dorados. A veces ellos lo teñían, a veces la gente de Mikey lo hacía. Todo para que se parecieran cada vez más a él: al primer amor.

Eso había notado cuando sus cabellos fueron teñidos en una combinación de rubios y negros.

Ella tenía el lunar en el lugar perfecto, era delgada y tenía el mismo corte que él alguna vez, los cabellos teñidos eran el mismo tono. Se parecía tanto.

Pero sus ojos no eran dorados. Y eso rompió la porcelana de la muñeca.

Por supuesto, al principio no le importó. Era una perfecta cantidad de dinero por algo a lo que ya estaba perfectamente acostumbrada, podía valerlo.

Podía con la violencia, podía con el dolor.

–¡Mikey!

Pero respiró con alivio y horror cuando Mikey la soltó.

La puerta se abrió. Mikey frunció el ceño y ante las palabras siguientes que escucharon los dos del hombre incómodo, salió de ella y subió sus pantalones, la dejó sangrando en la cama, con miles de billetes a su alrededor y cerró la puerta. Ninguno había dicho nada.

Estaba feliz y alegre de que alguien sustituyera su lugar. Al mismo tiempo, la pena inundó su corazón en olas enormes. Se permitió dejar que las lágrimas que picaban desde el primer instante sus ojos, cayeran.

(...)

Su caminar nunca había sido tan rápido como en ese momento, su corazón se hinchó de alegría y la felicidad danzaba en sus ojos.

–Lo encontramos.

El estrés y el cansancio de Mikey desparecieron, la emoción lo invadió.

Adieu mon homme Donde viven las historias. Descúbrelo ahora