Historia 3: ciudad de Tharts

66 21 0
                                    

Lou trabajaba todos los días

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Lou trabajaba todos los días. Si no lo hacía construyendo en alguna ciudad a la que lo enviaban, debía ocuparse de cualquier otra tarea dentro de la fortaleza en la que lo tenían recluido. Allí, casi no había tiempos muertos. El joven y sus compañeros sí lo estaban, en vida. Así se le pasaban los años, durmiendo y comiendo poco, pero sí laborando en exceso. Y oyendo la radio. Esos malditos altoparlantes que difundían las surreales transmisiones que programaban los guardias de esa cárcel con reos inocentes.

Las ondas de radio eran la única comunicación que tenían los dapelüin, denominados como los deformes del interior del domo, por la sociedad erigida más allá de los muros de la Zona sin Ley. Por ese canal no solo se programaban canciones. Las voces de los locutores parecían divulgar mensajes en idiomas extraños, aunque la información codificada se hacía en español. Al joven obrero los temas tratados en las distintas radioemisoras le resultaban ajenos a su mundo. La vida en esa ciudad maldita, y más aún la de los humanos de la casta dapelüin, parecía transcurrir en un planeta lejano.

A finales de diciembre, en una jornada que aparentó ser de lo más común y musical, les lanzaron las provisiones como cada lunes. Ese nuevo amanecer no fue igual a los anteriores: parecía que ya se habían olvidado de su existencia o pocas personas pensaban en ellos. Los trabajadores apretaron los dientes. Sintieron el sonido provocado por su respiración frustrada. Empuñaron sus manos callosas con disimulo.

Nadie les preguntó si querían estar ahí y vivir de la caridad.

No quedaba de otra: aferrarse a la mala vida, o quitársela por su propia cuenta. Con el tiempo, los dapelüin se habían acostumbrado al abandono progresivo del que eran víctimas. Pese a esto, los cuestionamientos, en lugar de disiparse, aumentaron entre ellos. Había un espesor en el aire que se colaba por la lluvia.

¿Cómo era posible que redujeran las provisiones a la mitad? ¿Cómo iban a sobrevivir una semana entera con esa inhumana cantidad de alimentos?

El trabajo no daba espacio al descanso. El pellejo se apegaba a los huesos. Las costillas marcadas estaban escondidas bajo sus ropas de trabajo. El deseo era tan grande como el miedo a las represalias. Los castigos nunca caían sobre una sola persona. Por eso, los lazos afectivos debían disimularse. Al igual que las lenguas deseosas por probar un bocado de la comida engullida por los vigilantes. Así era el domo después de la muerte del Rey Demiurgo. La esclavitud de los hombres no solo ocurría afuera de la semiesfera.

El joven era albañil. Su trabajo consistía en construir las pequeñas casas en donde vivían las personas de los barrios marginales. Carlos, un hombre que llevaba allí casi sesenta años, le contó una vez que, en las grandes ciudades, enormes robots constructores erigían los edificios y mansiones de las castas superiores. Los demás sacudían la cabeza al oír esas historias, pues estaba prohibido salir de las zonas de trabajo cada vez que tenían una obra en otra ciudad. Con los lugares de faena delimitados, ¿cómo había logrado ver lo que contó con tanto entusiasmo? Pese al escepticismo, el anciano decía «una goma de mascar me mostró todo». «Está loco», pensaban algunos.

Has llegado al final de las partes publicadas.

⏰ Última actualización: Aug 24, 2022 ⏰

¡Añade esta historia a tu biblioteca para recibir notificaciones sobre nuevas partes!

Domo 24 [Vol -1] Historias brevesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora