Antes

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Los sirvientes los llamaban malenchki, pequeños fantasmas, porque eran los más jóvenes e insignificantes, y porque con ellos parecía que la casa del Duque estuviera encantada, llena de espíritus que se reían, mientras entraban y salían de las habitaciones a toda velocidad, o cuando se escondían en las despensas para escuchar a escondidas, o si se colaban en la cocina para robar los últimos melocotones del verano.

El niño y las dos niñas habían llegado con unas semanas de diferencia, tres huérfanos más de las guerras fronterizas, refugiados de rostro sucio a los que habían tenido que sacar de entre los escombros de pueblos lejanos y llevar a la propiedad del Duque para que aprendieran a leer y escribir, y también un oficio. El chico era bajito y rechoncho, también tímido, aunque siempre sonreía. Las chicas eran diferentes, y lo sabían.

Acuclillados en la despensa de la cocina, escuchando el chismorreo de los adultos, oyeron que la ama de llaves del Duque, Ana Kuya, decía:

—Es muy fea. Ningún niño debería tener ese aspecto. Pálida y agria, como un vaso de leche echada a perder.

—¡Y tan delgaducha! —respondió la cocinera—. Nunca se termina la cena. La otra es igual pero además tiene el pelo blanco.

Agachado tras las chicas, el chico se volvió hacia ellas y susurró:

—¿Por qué no coméis?

—Porque todo lo que cocina sabe a barro.--

— A mi también–

—A mí me sabe bien respondió el chico.--

—Tú te comerías cualquier cosa.--

Volvieron a pegar las orejas en la abertura de las puertas de la despensa. Un momento después, el chico susurró:

—Yo no creo que seas fea.--

-- Es verdad Alina no las hagas caso eres guapisima–

—¡Shhh! —siseó ella.

Pero, oculta por las profundas sombras de la despensa, sonrió.

En verano, soportaban largas horas de tareas seguidas de horas aún más largas de clases en aulas sofocantes. Cuando el calor era excesivo, se escapaban al bosque para robar nidos de pájaros o nadar en un pequeño arroyo embarrado, o pasaban horas tumbados en el prado, observando el sol que pasaba sobre ellos lentamente, preguntándose dónde construirían su granja de leche y si tendría dos vacas blancas o tres. En invierno, el Duque se marchaba a su casa en Os Alta, y según los días se hacían más cortos y fríos, los profesores se relajaban en sus tareas, pues preferían sentarse junto al fuego y jugar a las cartas o beber kvas. Aburridos y atrapados en el interior, los chicos mayores repartían palizas con mayor frecuencia, por lo que el niño y las niñas se escondían en las habitaciones en desuso de la propiedad, preparando trampas para los ratones y tratando de mantener el calor.

El día que llegaron los Examinadores Grisha, el chico y las chicas estaban sentados sobre el marco de la ventana de una habitación polvorienta en el piso de arriba, esperando echar un vistazo a la diligencia del correo. En su lugar, vieron un trineo, una troika arrastrada por tres caballos negros, que entraba en la propiedad a través de las puertas de piedra blanca. Observaron su avance silencioso a través de la nieve hasta la puerta principal del Duque.

Emergieron tres figuras con elegantes gorros de piel y pesadas keftas de lana: una de color carmesí, otra de un azul muy oscuro, y otra de un vibrante púrpura.

—¡Grisha! —susurró Alina.

—¡Rápido! —dijo el chico

— ¡Silencio!--O nos oirán susurró la otra.

Sombra y hueso// the darklingDonde viven las historias. Descúbrelo ahora