El sol te da en la cara. Incluso antes de abrir los ojos sabes que se te hizo tarde, como siempre. Te tallas los ojos, te paras de la cama, traes puesta la ropa del día de ayer. Recuerdos comienzan a invadirte. Te sientes confundida. El reloj. Te tienes que cambiar. Te pones una falda negra y la camisa de rayas, abrochas los botones. El saco. Perfume. Los tacones. Te miras en el espejo, tu cabello es un desastre y el rímel de ayer está funcionando como un antifaz, ya no tienes tiempo, pones el maquillaje en tu bolsa y agarras una liga para el cabello. Corres a la cocina, agua junto con la pastilla de siempre. Las llaves. No recuerdas en donde las dejaste. Ves la hora, maldices. Sigues buscando, las encuentras, están encima de la mesa, corres, y de pronto estas en el suelo, tu tacón se rompió, maldices de nuevo, te los quitas, tomas las llaves y vas a buscar otro par de zapatos, corres hacia la puerta, tomas el celular y sales. Te subes a tu auto, aceleras, aplicas habilidades de las que un malabarista estaría asombrado y logras amarrarte el cabello, te quitas el rímel esparcido en tu cara, el celular está sonando en tu bolsa, lo buscas con una mano, sigue sonando y tu desesperación aumenta, lo sacas de la bolsa. Contestas. Y de pronto alguien está en tu parabrisas. Frenas. Abres la puerta. Te bajas del auto. Lo ves tirado. Sangre. Te tambaleas. Náuseas. Caminas hacia atrás. Te recargas en el coche. Intentas mirar hacia otro lado. No puedes. Un dulce pasa rodando frente a tu zapato. Lo recoges. Una gota de sangre resbala por su colorida envoltura. Miras la gota caer. Se estrella en tu zapato. Quieres abrir el dulce, pero no lo abres, lo metes en la bolsa de tu saco porque sientes que debes hacerlo. Oyes la ambulancia acercándose. Las personas se acercan a ver qué está pasando. No sabes porque, pero te subes al auto, cierras la puerta. Sientes que te estas asfixiando. Aceleras. La gente se hace a un lado para no terminar como asfalto. Están gritando cosas inaudibles para ti. El celular suena de nuevo. No contestas.