Parte sin título 7

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Capítulo IV

Revolución de 1810

"Cuando la batalla empieza, el tártaro da un grito terrible, llega, hiere, desaparece, y vuelve como el rayo."Víctor Hugo

He necesitado andar todo el camino que dejo recorrido para llegar al punto en que nuestro drama comienza. Es inútil detenerse en el carácter, objeto y fin de la Revolución de la Independencia. En toda la América fueron los mismos, nacidos del mismo origen, a saber: el movimiento de las ideas europeas. La América obraba así porque así obraban todos los pueblos. Los libros, los acontecimientos, todo llevaba a la América a asociarse a la impulsión que a la Francia habían dado Norte-América y sus propios escritores; a la España, la Francia y sus libros. Pero lo que necesito notar para mi objeto es que la revolución, excepto en su símbolo exterior, independencia del rey, era sólo interesante e inteligible para las ciudades argentinas, extraña y sin prestigio para las campañas. En las ciudades había libros, ideas, espíritu municipal, juzgados, derechos, leyes, educación, todos los puntos de contacto y de mancomunidad que tenemos con los europeos; había una base de organización, incompleta, atrasada, si se quiere; pero precisamente, porque era incompleta, porque no estaba a la altura de lo que ya se sabía que podía llegar a ser, se adoptaba la revolución con entusiasmo. Para las campañas, la revolución era un problema; sustraerse a la autoridad del rey era agradable, por cuanto era sustraerse a la autoridad. La campaña pastora no podía mirar la cuestión bajo otro aspecto. Libertad, responsabilidad del poder, todas las cuestiones que la revolución se proponía resolver eran extrañas a su manera de vivir, a sus necesidades. Pero la revolución le era útil en este sentido, que iba a dar objeto y ocupación a ese exceso de vida que hemos indicado, y que iba a añadir un nuevo centro de reunión, mayor que el tan circunscrito a que acudían diariamente los varones en toda la extensión de las campañas. 

Aquellas constituciones espartanas, aquellas fuerzas físicas tan desenvueltas, aquellas disposiciones guerreras que se malbarataban en puñaladas y tajos entre unos y otros, aquella desocupación romana, a que sólo faltaba un Campo de Marte para ponerse en ejercido activo, aquella antipatía a la autoridad con quien vivían en continua lucha, todo encontraba al fin camino por donde abrirse paso y salir a la luz, ostentarse y desenvolverse. 

Empezaron, pues, en Buenos Aires los movimientos revolucionarios, y todas las ciudades del interior respondieron con decisión al llamamiento. Las campañas pastoras se agitaron y adhirieron al impulso. En Buenos Aires empezaron a formarse ejércitos pasablemente disciplinados para acudir al Alto Perú y a Montevideo, donde se hallaban las fuerzas españolas mandadas por el general Vigodet. El general Rondeau puso sitio a Montevideo con un ejército disciplinado: concurría al sitio Artigas, caudillo célebre, con algunos millares de gauchos. Artigas había sido contrabandista temible hasta 1804, en que las autoridades civiles de Buenos Aires pudieron ganarlo, y hacerle servir en carácter de COMANDANTE DE CAMPAÑA, en apoyo de esas mismas autoridades a quienes había hecho la guerra hasta entonces. Si el lector no se ha olvidado del Baqueano y de las cualidades generales que constituyen el candidato para la Comandancia de campaña, comprenderá fácilmente el carácter a instintos de Artigas. Un día Artigas con sus gauchos se separó del general Rondeau y empezó a hacerle la guerra. La posición de éste era la misma que hoy tiene Oribe sitiando a Montevideo y haciendo a retaguardia frente a otro enemigo. La única diferencia consistía en que Artigas era enemigo de los patriotas y de los realistas a la vez. Yo no quiero entrar en la averiguación de las causas o pretextos que motivaron este rompimiento; tampoco quiero darle nombre ninguno de los consagrados en el lenguaje de la política, porque ninguno le conviene. Cuando un pueblo entra en revolución, dos intereses opuestos luchan al principio; el revolucionario y el conservador: entre nosotros se han denominado los partidos que los sostenían, patriotas y realistas. Natural es que después del triunfo el partido vencedor se subdivida en fracciones de moderados y exaltados; los unos que querrían llevar la revolución en todas sus consecuencias, los otros que querrían mantenerla en ciertos límites. También es del carácter de las revoluciones que el partido vencido primitivamente vuelva a reorganizarse y triunfar a merced de la división de los vencedores. Pero cuando en una revolución una de las fuerzas llamadas en su auxilio se desprende inmediatamente, forma una tercera entidad, se muestra indiferentemente hostil a unos y a otros combatientes (a realistas o patriotas), esta fuerza que se separa es heterogénea; la sociedad que la encierra no ha conocido hasta entonces su existencia, y la revolución sólo ha servido para que se muestre y desenvuelva. 

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