Prólogo

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Lo importante es el aquí y el ahora. Y en eso estoy, aunque casi no llego.

Mi coche se ha estropeado y me ha dejado tirada. Podría haber venido en el viejo ciclomotor de mi padre, pero las dudas, acerca del estado en el que llegaría si escogía esa opción, han hecho que la descartase. He enviado un mensaje al número de teléfono de la agencia y me han pedido que esperase con la promesa de que lo solucionarían, pero no les he hecho mucho caso. En lugar de eso, sin decirles nada más, como una loca he buscado por internet el teléfono de la compañía de taxis.

Tras conseguir uno, le he indicado al chófer el destino al que debe llevarme y me he dado cuenta de que el transporte público también me habría servido para llegar a este punto de Barcelona, pero la posibilidad de viajar con un atuendo como el que llevo, y por el metro, no entraba en mi cabeza. Tampoco hacer un trayecto embutida como en una lata de sardinas mientras me impregno de olores ajenos. Gracias, pero no.

Parece una señal que me advierte que no debería estar aquí. Una indicación para prevenirme de que no debería estar haciendo esto. «Respira, Irene. Respira».

No recuerdo la última vez que estuve tan nerviosa. Quizá fue en sexto de primaria, cuando la que era mi mejor amiga me organizó la primera cita con el chico que me gustaba y me aparté en el momento en que quiso darme mi primer un beso; o el día en que, a los quince, le guardé el paquete de tabaco a otra amiga y sufrí por si mi madre me lo pillaba, aunque sabía que confiaba en mí. O, con toda probabilidad, hace una semana, momento en que mi vida se tambaleó de nuevo, mientras pensaba que se torcería todo y que el padre de Jaime podría...

«Déjalo ya, Irene».

Inspiro lentamente y le ordeno al aire que acaba de entrar en mi cuerpo que lo calme todo a su paso. Espiro e intento alejar de mi mente el hecho de que estoy parada frente a la puerta de la habitación 501, desde hace más de cinco minutos, y que soy incapaz de entrar. Lo de respirar no funciona, y no es el momento de arrepentirse por no haber asistido a alguna de esas malditas masterclass de relajación que anuncian en todas partes. Siento cómo se me acelera el pulso y crece el nudo alojado en mi estómago. Porque estoy sola. Hoy, sí. Solo yo frente a lo que me espera al otro lado.

¿En qué momento decidí que esto era una buena idea? ¿Tenía que hacerlo? ¿O quizá me lancé porque era algo que me alejaba de mí misma y de mi vida de mierda? Vuelvo a respirar hondo y, esta vez, parece que oxigenarme hace que me relaje un poco más. Tengo las palmas de las manos húmedas, impregnadas del sudor provocado por la tensión, y decido deslizarlas por la parte inferior de mi nueva gabardina negra, con la esperanza de secarlas. No obstante, también las agito con fuerza en un intento de que el aire se encargue del resto.

Ha sido una semana de locos. De esas en las que el destino se confabula en tu contra para llenar los días de estrés, trabajo y complicaciones que hacen imposible atender, a tiempo, cualquier cita con la vida. Y no está en mi naturaleza ser impuntual; ese es uno de los motivos por el que estoy aquí.

Inspiro en profundidad por última vez, mientras ladeo la cabeza hacia la izquierda. Observo las delicadas cortinas con las que la gerencia del hotel ha cubierto la gran ventana del distribuidor. El sutil tejido permite que las luces de las farolas se cuelen a través de los cristales recordándome la hora que es.

Llego tarde. Y precisamente la consecuencia de mi demora es lo que hace que me tiemble la mano al acercarla al pomo de la puerta.

Habitación 501. Your secret is mineDonde viven las historias. Descúbrelo ahora