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11:19 p.m.
22 de septiembre de 2020.
Teheran-ro, Gangnam-gu, Seúl.


Estaba muerta.

Podía leer mi nombre en la tumba que había cavado mi falsedad.

—Cariño, siéntate —La voz de mamá hizo que me asustara sobremanera. Parpadeé con rapidez, en un inútil intento de volver a mis cinco sentidos, y carraspeé—. ¿Todo bien, pequeña?

Dirigí la mirada a la mesa, ubicada a casi un metro de distancia, y me relamí los labios, nerviosa. Avancé hacia el asiento que me habían reservado, y en cuanto me percaté de que las cinco mujeres me observaban en completo silencio, me aclaré la garganta por segunda vez.

Debía decir algo, lo primero que se me ocurriera. Si me mantenía callada por un segundo más, no tardaría en ser devorada por aquellos amenazadores ojos.

—Todo excelente —respondí con la poca confianza que me quedaba después de haber visto a Jeno—. Me emocioné al oler el café.

Reí en un intento de disimular la horrible sensación de inquietud que me recorría por dentro y recé para que creyeran mi evidente mentira. Contrario al resultado que había previsto, las mujeres me devolvieron el gesto entre breves comentarios que revelaban lo fascinadas que estaban por la apertura del evento, en especial por el inicio del desayuno.

Vigilé cada uno de sus movimientos, manteniéndome alerta por si volvían a estar interesadas en mi sospechoso comportamiento, hasta que estuve completamente segura de que el tema de conversación había cambiado. En cuanto escuché lo entusiasmadas que seguían por probar el pastel de limón en compañía de una taza de café, fue cuando pude soltar un suspiro de alivio.

Había sobrevivido.

En ese pequeño lapso de tranquilidad, en el que me sentía sumamente agradecida de haber dejado de ser el centro de atención, aproveché para sentarme con un excesivo cuidado. Como si estuviese llevando a cabo una misión de vida o muerte, evité hacer ruido; temía que voltearan en mi dirección e iniciaran un tedioso interrogatorio al recordar que me había unido a la mesa.

Debía pasar desapercibida.

Tenía que asegurarme de ser invisible.

Con la mirada vagando entre los sofisticados cubiertos y el hermoso mantel de color blanco, terminé de acomodarme en la silla. A pesar de que conserve una amplia sonrisa, de manera que aparentaba que sabía de lo que estaban hablando, en realidad no había podido enfocarme en ninguna de las voces de mis nuevas compañeras de mesa.

Ese fue mi primer grave error.

La peor decisión que pude haber tomado fue destinar toda mi energía a aquella diminuta posibilidad de elaborar un nuevo plan de escape, esto mientras fingía escuchar su charla. Fue tan tonto de mi parte bajar la guardia en un momento tan crucial como ese. Lo supe cuando finalmente me animé a levantar la cabeza y descubrí un par de ojos sobre mí.

Mentiras | Lee JenoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora