Prólogo

29 0 0
                                    

Prólogo: ALEXANDRO


Prólogo

Alexandro

Nos llaman los hijos de Satanás, moradores de la noche, los no muertos.

Dicen que vestimos inmensas capas oscuras y volamos por el cielo nocturno en busca de bellas mujeres a las que robar su esencia con un dulce mordisco.

Se cuenta que dormimos en la tumba que un día nos correspondió, a salvo del sol, encerrados en nuestros ataúdes.

Si nos rocían con agua bendita u olemos un ajo corremos espantados, y un estacazo en el corazón es la peor de las muertes.

Dicen.

Personalmente ignoro el por qué de esa difundida creencia, es bastante complicado cargarse un corazón cuya única función es rellenar espacio en un cuerpo muerto.

De todos modos con esas estúpidas ideas es normal que la mayoría de nosotros sobreviviera a la Edad Media, aunque al fuego hay que temerlo, no es que te mate, pero la piel vampírica quemada no se regenera, y eso complica la tarea de buscarse el pan.

¿Qué cómo se acaba entonces con un vampiro? Muy fácil, dejadnos al sol, no sobreviven ni los huesos, cualquier otra opción es inútil, he visto vampiros corriendo a por sus cabezas, y no es muy agradable.

En cuanto a las capas y tumbas...

Me llamo Alexandro Tamerlán, vivo en un ático de Sevilla y considero que las capas han pasado de moda. No trabajo en nada en especial, ni siquiera trabajaba cuando estaba vivo. No soy uno de esos vampiros multiusos que se pasan la eternidad buscando honrados trabajos y adquiriendo habilidades manuales.

Las únicas habilidades que considero necesarias para llevar una buena vida son tener buen ojo, una cara bonita y la mano larga. He sobrevivido y bienvivido durante 100 años a base de eso, así que sé de lo que hablo.

Morí a la edad de veintidós años, si eres un vampiro y te pasas de los cincuenta no duras mucho, siendo un niño quizás, aunque reza por ser lo suficientemente agraciado para que tu belleza supla las funciones vitales que la muerte ha paralizado, hay que acercarse mucho a alguien para aprovecharse de él sin levantar sospechas.

Afortunadamente nunca fui una persona normal, eso me facilitó la tarea, no me voy a engañar, he tenido una vida bastante fácil dentro de lo que cabe.

Me abandonaron a los diez años, en el 1918 mi padre era alcohólico y mi madre jamás estuvo bien de la cabeza, creo que consideraron que un niño había venido siendo un gasto innecesario y se libraron de mí. No me tenían mucho cariño. A penas vi a mi padre tres o cuatro veces desde mi nacimiento, y no creo que mi madre se percatara de mi existencia lo suficiente.

Vagué sin rumbo durante días bebiendo agua del río y comiendo cualquier porquería que encontrase por la calle. Pronto comprendí que si seguía por ese camino no duraría demasiado, así que empecé a aprovechar el jaleo de los mercados para llevarme algo a la boca: barras de pan, tomates, pescado crudo... cualquier cosa me servía e incluso me gustaba. Pasé así cerca de un año, nunca me habían educado sobre el bien y el mal ni tenía ninguna clase de moral así que no os preocupéis, no salí traumatizado de la experiencia y desconozco el sentimiento de culpabilidad o lo que conlleva.

El caso es que a pesar de eso lo de robar era bastante complicado, y suponía no solo un esfuerzo físico, también mental. No se me daba mal pero si en ese momento hubiera sabido que había mejores formas de ganarse la vida jamás habría empezado con aquello.

Descubrí la alternativa una mañana de 1923, a mis quince años ya había comenzado a desarrollarme y destacaba por encima de muchos hombres ya bien entrados en la veintena. Aquél día decidí montármelo a lo grande. Fui a un restaurante y pedí todas las exquisiteces que pude encontrar en el menú, no era la primera vez que lo hacía, echarse una carrera nunca viene mal. El caso es que una vez me hube saciado me levanté sin pedir la cuenta, con la máxima normalidad posible confiando en que nadie se fijara en mí.

AETERNITASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora