Susurros del viento

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Siempre había sido tímido, incluso de niño. Solía pasar las tardes solo, junto a la academia de caballeros. Construía pequeñas casas con palos que encontraba en el suelo. En cierta ocasión, había intentado hacer un pelícaro. Todavía no se había unido a su pájaro guardián; no había alcanzado los ocho años, y solo a esa edad podían los habitantes de Altárea reunirse con sus pelícaros. De modo que no le quedaba más remedio que imaginarse cómo sería el suyo.

Tendría las alas amplias, muy amplias, tanto que abarcaría media Altárea desde arriba. Volaría más rápido que el resto, y sería verde, porque su color favorito era el verde. Pero no encontró palos verdes por ninguna parte, así que tuvo que conformarse con lo que tenía.

Ya casi había terminado su pelícaro cuando Malton y sus amigos se acercaron entre risotadas. Link nunca le había caído bien a Malton. Aunque, pensándolo mejor, nadie le caía bien a Malton. Él molestaba a todo el mundo. Y, ese día, fue el turno de Link.

De un pisotón, destrozó el pelícaro en el que con tanto mimo había trabajado. Pero él no echó a llorar, como sin duda habría hecho cualquier otro niño de seis años y medio. Se limitó a mirarlo por unos instantes, muy serio, y luego recogió sus cosas y se marchó de allí, dejando a Malton incrédulo frente a la academia.

Desde ese día, Link nunca volvió a quedarse en la academia de caballeros para construir figuras con sus palos. Encontró una manera de subir al tejado sin ser visto. Era más o menos seguro, y siempre se le había dado bien escalar. Jamás se había caído. Jamás. No obstante, en cierta ocasión, resbaló.

Puso una mano en la estrecha plataforma de madera que siempre utilizaba para desplazarse de una esquina a otra. Pero la superficie estaba húmeda bajo sus dedos, y eso no se lo esperaba. Se llevó tal susto que sus dedos empezaron a soltarse.

Buscó algo a lo que agarrarse. Cualquier cosa le serviría. No encontró nada. Su estómago dio un vuelco. Cerró los ojos, preparándose para caer. Pero, antes de que se estrellara contra el suelo, sintió como una mano se aferraba a la suya con fuerza. Escuchó un gruñido y luego cayó de bruces sobre algo duro. Solo entonces se atrevió a abrir los ojos.

Vio que estaba sobre el tejado. Se incorporó despacio y se topó con un lémury. Era el del maestro Asteus. El animal lo observó con curiosidad y soltó un maullido.

—¿Qué hacías intentando subir? No puedes estar en el tejado. Lo dice el maestro Buhel —dijo de pronto una vocecita aguda.

Alzó la mirada y se encontró con una niña de su edad. Tenía el pelo largo y dorado y los ojos muy grandes y muy azules. Llevaba un vestido rosa, el más chillón que había visto nunca. Lo miraba con los ojos entornados. Por alguna razón, con solo ver su cara sintió una punzada de miedo.

—T-tú también e-estás aquí —consiguió decir.

Sus ojos se entornaron aún más. Puso los brazos en jarras.

—Pero yo puedo estar aquí porque se lo he preguntado a mi padre y me ha dejado subir. ¿Tú se lo has preguntado a mi padre?

De pronto cayó en la cuenta. Aquella niña era la hija del director Gaépora. La veía a menudo por la academia, aunque nunca habían hablado ni jugado juntos.

—N-no.

—¡Lo sabía! —exclamó. Hablaba muy alto, como si quisiera que todo el mundo la escuchara. Lo examinó de arriba abajo y dejó de entornar los ojos—. Te llamas Link, ¿verdad?

—¿Cómo...?

—Me lo dijo mi padre. Vives en la academia, ¿a que sí?

—Sí.

Susurros del vientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora