Sinopsis

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En ese momento no me importó si iba descalzo colina abajo, si mis pies se llenaban de fango o si las piedrecillas se clavaban en mis talones. Había escalado como una cabra, había llegado hasta lo más alto de aquella pronunciada cumbre sin ser verdaderamente consciente de mi hazaña.

Me detuve un momento a escuchar el canto de las aves. Cogí algo de oxígeno y sonreí luego de imitar a un jilguero. Desde pequeño me gustaba creer que ellos podían entenderme; a veces hasta imaginaba que sostenía conversaciones con ciertas aves; imaginaba que me saludaban y que me pronosticaban el mal tiempo.

—¿Va a llover por la tarde? ¿En serio? ¿Cómo dices? ¿Que es mejor que regrese a casa antes del mediodía? No, no tengo un paraguas conmigo...

Bastaba con dar un paso hacia la izquierda o soltar aquel cordón delgado que me servía de guía para perderme y nunca regresar. Estaba limitado en muchos aspectos y lo comprendía, pero a veces, las limitaciones las rigen nuestros temores, nosotros mismos somos quienes amurallamos cada entorno, estrechando las salidas y cubriendo cada hueco con dos palabras autodestructivas: no puedo.

Esquivando rocas, trazando un camino de regreso, bebiendo agua cada tanto, sopesando mis opciones de vuelta a casa, y sobre todo, yendo con cautela, emprendí el largo recorrido luego de que el cielo rugió de sed. Me abrí paso entre doscientos escenarios distintos, golpeé a un par de dragones con mi bastón de muchacho ciego, y continué sin detenerme, sin perder la concentración.

Muy lejos, casi al final de la recta, de aquella línea de meta que me esperaba desafiante, pude escuchar a los gigantes vitorear mi nombre mientras las águilas me susurraban: sigue, no te detengas, estás muy cerca.

Lejos estaba de ser al menos la cuarta parte de aquel hombrecillo que, azorado como un animal pequeño, se había refugiado entre el pasto crecido, alimentándose por años de la humedad de la corteza de los viejos nogales. Y ya no recordaba en qué momento me había sacudido la yesca de mis pantalones rotos; ya no recordaba aquel primer paso que había dado con el corazón apretado y las manos sudadas de miedo.

Algo debió sucederme aquella tarde de otoño mientras mi refugio se inundaba de lágrimas de duendes, mientras llovían chispas de anhelos rotos sobre mi frente enverdecida y enraizada. Quizás había bastado con un temor infundado, una alerta, algo había despertado mi curiosidad de sobreviviente. Y me había despegado del suelo luego de luchar contra los Vibes, aquella comunidad antropófoga que me había adoptado como uno más de los suyos. Los había traicionado y la traición se pagaba con sangre...

Las hojas moribundas se quejaban ante mis pasos de vencedor. Iba dejando atrás cientos de historias. Acumulando en el archivo de mi biblioteca mental las anécdotas susurradas, mientras las manecillas giraban hacia la izquierda, devolviéndome entre crujidos espeluznantes todo mi tiempo perdido.

Cuando, lo que había bajo mis pies sangrantes, se convirtió en asfalto, y el ruido de un claxon a lo lejos me despertó de mi letargo, me llevé la mano al corazón palpitante y suspiré para drenar mis pulmones de aquellos sueños coloridos que entonces se habían convertido en polvo de estrellas muertas.

La realidad me abofeteó el rostro. Mi bastón tocó el piso mojado. Mi sonrisa se fue a esconder bajo la cama de la abuela y mis sentidos se agudizaron para mantenerme a salvo.

Mi nombre es Ángel Daniel Bass y voy a contarte mi historia; quizás no encuentres interesante la vida de un ciego, pero también es posible que, después de leer mis anécdotas, aprendas a ver con los oídos, a saborear con las manos, a percibir la vida de una manera diferente, a través de los sonidos.

A través de los sonidos I [EXTRACTO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora