Introducción

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Aún tengo vagos recuerdos de lo que alcancé a mirar antes de perder la vista. Recuerdo los árboles y los ojos del jardinero de la abuela Agustina; también recuerdo el pasto crecido y los pequeños arbustos que circundaban la vieja casona brindándole un aspecto pintoresco a la hacienda del siglo XIX. Recuerdo el color verde, al menos creo recordarlo. Ahora mismo lo relaciono con los preciosos fuegos artificiales que miré en el Día de la Independencia aquel verano de mis siete años.

Recuerdo lo picante del sol, el calor y el brillo de la luz que se colaba por los ventanales de la casa. A René correteando en los jardines, con sus pantalones de mezclilla sucios y su gorra de la suerte. A mi padre llegando en su viejo Mustang y a la abuela llamándonos para comer e ir a misa cada domingo por la mañana. Tengo una idea de cómo era su sonrisa, de cómo se veía con ese rubor artificial en sus mejillas, y todas esas joyas que usaba cuando salía rumbo a la capital con alguna de sus amigas.

Era muy pequeño cuando todo se quedó en tinieblas, cuando mi mundo perdió los colores, bañándose cada cosa de un tinte oscuro que paulatinamente se tornó negro. Ahora me guío a través de los sonidos, aprendí a ver con mis oídos y con mis manos, pero no siempre fue así...

—Levántate, flojito, es domingo y hay que ir a misa, si no, diosito se va a enojar contigo —dijo la abuela sentándose en el filo de mi cama, luchando por quitarme las sábanas de encima.

—A mí no me importa si se enoja diosito —respondió René desde la litera de arriba—, yo no iré a misa nunca más.

—¡Qué niño más hereje! Baja de ahí para darte un jalón de orejas. Anda, ven aquí.

—Dice el papá de Antonio que Dios no existe —canturreó.

—Pero ¡¿qué dices?! —exclamó la abuela bastante sorprendida—. Ese hombre es un perdido, un pobre borracho que perdió la fe al séptimo trago de pulque.

—Y su mamá, la de Antonio, es una puta...

—¡Válgame Dios!

René soltó una carcajada mientras la abuela me cubría ambas orejas para que no escuchara las blasfemias de mi gemelo, pero olvidaba que, la mayor parte del día y de la noche, yo lo pasaba con él, oyendo todo tipo de groserías e improperios. René siempre fue más de romper las reglas y vivir a su propio ritmo; incluso, desde muy pequeño hacía lo que le venía en gana mientras que yo buscaba ser un buen chico para no darles problemas a mi familia.

La abuela, como todos los días, nos eligió la ropa para ir a misa con la promesa de que René se confesaría con el padre Pepe. A mí me gustaba vestir igual que mi hermano, pero él detestaba que nos viéramos iguales y siempre estaba haciendo algo para distinguirnos; a veces se despeinaba a propósito para diferenciarse de mí, o en otras ocasiones se desabotonaba las mangas y se las arremangaba hasta los codos. Todo el mundo solía decir que yo era el gemelo bueno y René la oveja negra.

No puedo olvidar ese día, sigue muy fresco en mi memoria, a pesar de que ahora no recuerdo el color de las cosas; sin embargo, lo que sí recuerdo es aquella carrucha de frutas donde vendían piña y jícama con chile y limón. La abuela siempre nos daba dinero para ir a comprar mientras ella se quedaba charlando con los feligreses luego de que se acabara el sermón.

Ese día en particular, René me sugirió que cruzáramos la calle para ir a molestar a las palomas que bebían agua de la fuente, pero yo no quise alejarme de mamá Agustina y me quedé junto al señor de la fruta comiéndome un trozo de piña mientras veía a mi hermano corretear como un caballo. Me gustaba mucho ver a René siendo él mismo; a veces me preguntaba por qué era tan hiperactivo y travieso, porque siempre estaba diciendo y haciendo cosas que molestaban a los adultos y nunca se sentía arrepentido de sus actos. Yo era todo lo contrario a él, a mí me gustaba colorear en mis libros, hacer la tarea, jugar al fútbol con papá, y ayudar a la abuela a cocinar galletas.

A través de los sonidos I [EXTRACTO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora