02

120 29 6
                                    



Con el paso de las semanas fui sintiendo que caía en una especie de depresión; sin embargo, no era consciente de aquella tristeza extrema que me llenaba de una absurda apatía. Todos intentaban con fuerza, luchaban por sacarme adelante, por inyectarme optimismo y ayudarme a aceptar mi nueva y permanente condición. No obstante, yo me hallaba inmerso en una constante melancolía que me mantuvo en cama, en un encierro total durante casi dos meses.

Echaba de menos la ocasión en la que fui llevado por primera vez a la fiesta regional de Padre Jesús de las tres caídas. La celebración era en agosto y las serenatas eran en el atrio de la Parroquia de San Andrés. Aunque entonces era muy pequeño como para comprender el significado de dicho festejo, recuerdo que disfrutaba mucho de ver las calles adornadas con alfombras, focos de colores, diversos arreglos florales muy vistosos y, mi parte favorita sin duda alguna, los cohetes que refulgían en la noche, iluminando la imagen de Padre Jesús. Era un jolgorio digno de rememorar y fotografiar.

A veces me gustaba apretar los párpados con fuerza para ver las luces proyectadas de la feria. Chispas neones de múltiples colores aparecían como serpentinas y desaparecían con tanta rapidez que no me daban el tiempo de hallarles forma. En otras ocasiones me gustaba dibujar las pintorescas casas de la angosta callejuela del centro en la avenida principal; había casonas enormes y muchísimos jarrones que contenían arbustos pequeños atiborrados de flores tersas y delicadas. Siempre estaba capturando los detalles que percibían mis ojos porque adoraba rememorar cada pieza antes de dormir.

Era casi imposible no hacer rabietas y mostrarme malhumorado cada día luego de haber perdido la vista. Sabía que nadie tenía la culpa de lo que me estaba ocurriendo, pero no podía evitar enojarme con todas esas personas que sí podían ver. No entendía por qué me había sucedido a mí. ¿Por qué Dios me había castigado de esa manera tan cruel siendo yo un inocente niño que nada malo le había hecho a nadie? ¿Por qué habiendo tantos criminales y asesinos me había escogido a mí que era incapaz de asesinar a una hormiga?

Con René nos fuimos alejando cada día un poco más, puesto que yo no deseaba salir a jugar a los jardines ni visitar la plaza para corretear a las palomas; tampoco funcionaba la promesa de la piña con chile y limón; ni los zapatos lustrados para verme más guapo y presentable. Nada.

Ese año papá insistió en que debía estudiar a como diera lugar. Me dijo que el hecho de ser invidente no estaba ni tenía por qué estar relacionado con el analfabetismo. Me dio a elegir entre una escuela privada para personas con discapacidad o estudiar con algún maestro privado en casa. Sin más remedio que el de elegir alguna opción, me vi en la necesidad de elegir las clases en casa.

—Las clases empiezan en agosto y tu profesor se llama Mateo; estuvo en tu fiesta de cumpleaños el año pasado. Lo invité porque tenía contemplado que estudies en casa y alguien me lo recomendó mucho. Él también es ciego, Ángel; así que sabrá comprenderte a la perfección...

Mi padre continuó en sus intentos por animarme, pero no funcionó. Tan solo tenía ocho años y mucho miedo e incertidumbre. A menudo pensaba en qué sería de mi vida cuando fuera mayor. Mamá Agustina solía decirme que tenía que valerme por mí mismo porque ella ya era vieja y no iba a durarme toda la vida; pensar en esa posibilidad me aterraba hasta las lágrimas y me provocaba insomnio algunas noches.

En una ocasión René se metió en mi cama y me abrazó por la espalda mientras yo lloraba silenciosamente. Me preguntó si tenía miedo y le respondí que sí, que me hallaba tan asustado como si alguien me hubiera abandonado en medio de un bosque oscuro en una noche lluviosa.

Mamá Agustina dice que ella va a morir pronto y papá nunca está en casa —reflexioné—. Mi pregunta es: ¿quién va a cuidarme cuando nadie esté para mí?

A través de los sonidos I [EXTRACTO]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora