El camino

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—¿De dónde y a dónde?
El hombre parecía estar cansado debido a su aspecto. Llevaba ojeras negras que parecían manchas de carbón, y la barba se le ramificaba en su rostro como un árbol mal podado. Por la vestimenta que traía puesta, Clair supuso que se trataba de un caballero errante, uno  que buscaba granjearse fortuna y fama a base de torneos y justas que de gestos de gallardía. El peto que traía puesto mostraba ligeras marcas de abolladuras, parecía más por los golpes dados por su dueño que recibidos por armas. No llevaba el equipo completo, el resto constaba de una túnica púrpura y unos pantalones teñidos de marrón tierra, y unas botas con una suela un poco descuidada. Debía de ser patizambo, pero Clair no podía asegurar nada.

—¿Y bien, qué me contestan?

Una espada bastarda descansaba en su cintura, bien guardada en su vaina. Sencilla y sin ornamentos, distinta a la que Silou le había entregado antes de despacharlo del campamento, allá en el sur.

—¿Quién es usted y con qué derecho nos retrasa en nuestra marcha?

Clair miró a un costado, hacia la escolta que lo acompañaba. El rostro del capitán designado para llevarlo de regreso a Castillo Gwainenn, su hogar desde que tenía uso de la razón, mostraba una expresión que no dejaba lugar a pregunta alguna. La mirada de acero, aquellos ojos que parecían cambiar de color según cómo le diera la luz, aunque Clair sospechaba que estaba más ligado a algun truco barato, la barba recortada prolijamente, el cabello oscuro con pinceladas de plata, y la horrenda cicatriz que recorría su cuello como un collar, en conjunto formaban una persona dura y con cierta experienca en campos de batalla, aquello de lo que Clair carecía. Aquella guerra se suponía sería su bautismo de fuego.

Hasta que su padre resultó herido de muerte.

—¿Cómo? ¿Es que acaso no sabe quién soy? ¿Y quién es usted?
El caballero errante asomó sin disimulo una mano a su espada bastarda, pero justo detras de Clair, una voz resonó con un insulto que habría hecho sonrojar al herrero más bravo. El capitán se dio apenas la vuelta.

—Tranquila, Carrionn, guarda esa daga que seguro la necesitarás más adelante.

Una de sus escoltas, Carrionn, una mujer rubia, con un bello rostro pero con una lengua dura como un yunque, se mostraba lista para lanzarse contra el caballero errante, cuya montura parecía indiferente ante el intercambio de palabras que se estaba desarrollando. Siguiendo las órdenes del capitán, Carrionn guardó su arma y se acercó a otro compañero escolta para decirle algo.

Clair se encontraba junto al capitan, ambos a caballo, mirando a una misma altura al caballero errante. Hacía apenas unos días que se habían puesto en camino que hasta podían escuchar cómo su hermana Silou chocaba acero contra su tía, por un trono que nunca habían visto, para gobernar un reino desangrandose lenta pero constantemente.

El capitán miró a Clair. Cualquier otro príncipe habría tomado como un insulto el recibir esa expresión, pero Clair conocía hasta cierto punto a ese hombre como para no creer que guardaba cierto rencor por haberse visto sacado de la batalla para escoltarlo de regreso a casa.

Clair le devolvió la mirada. Tragó saliva. Esperaba tener un viaje tranquilo, entre tanto caos sonante y reinante, pero ya suponía que eso era una mera fantasía.

—Caballero, somos una escolta—dijo Clair, tratando de sonar lo más firme posible—, y usted esta entrometiendose en nuestro camino. Debo admitir que no reconocemos su porte, por lo que te pedimos que nos digas tu nombre.

—Hmm—el caballero errante lo miró con sus ojos pesarosos—, generalmente quien debe presentarse es al que le formulan la pregunta.

—No en este caso—dijo el capitán bruscamente—. Primer y último aviso.

Clair vio como el capitan arrimaba la mano a su espada. Suspiró. Cuanto menos lio tuviese que pasar, más pronto llegarían hasta Gwainenn.

—Venimos de la provincia de Zamor, y nos dirigimos hasta Palaun—, era una verdad a medias, Palaun les quedaba de camino, pero eso no era algo que tuviese que decir abiertamente.

El caballero errante pareció entender más de lo que Clair esperaba.

—¿Zamor? Pero si es todo un caos por esa zona, con toda esa pelea familiar que nos terminó envolviendo en una guerra sin sentido. ¿Qué hacían ahí?

Antes que cualquier otra respuesta pudiese darse, Clair dijo lo primero que se le ocurrió.

—Comerciar. Ahora huimos.

—Hmm. Poco honor hay en huir, pudiendo combatir con semejante equipo puesto, señorito.

"Ah, carajo" pensó Clair, suspirando y sintiendo que la resignación lo envolvía.

El capitán desenvainó su espada. Detrás, Malkinn sacó su Estrella del Alba y se acercó hasta el capitán. A su lado vino Carrionn, el rostro avinagrado como si hubiese comido una ciruela en mal estado.

—Se te avisó—dijo el capitán.

Clair trató de dialogar.

—Capitán, espere...

Una sombra se avalanzó hacia él a una velocidad que le costó creer que se trataba de ese caballero errante. Sus ojos seguían pesarosos, con esas ojeras negras como el carbón. Antes de poder pensar en algo, un destello lo encegueció por un breve instante, y el caballero errante se encontraba en el suelo, con una daga enterrada en la boca. Vivía, pero su cuerpo se retorcía como una tortuga dada vuelta, la sangre brotando de su boca a borbotones, las manos tratando de alcanzar la daga en su boca. En su mirada había confusión, que pronto cambió a terror, desesperación y, al final, el brillo en su mirada se consumió como la llama de una vela. 

Clair contempló por varios latidos el cuerpo inerte en medio del camino. El caballo se alejó unos cuantos metros y se quedó mirando como si nada la escena. Su jinete yacía muerto, la cara cubierta de sangre y saliva, los pantalones sucios y la espada cerca de su mano. 

Malkinn bajó de su caballo. Era un hombre corpulento, con un bigote que se fusionaba con sus patillas. Su armadura era la más oscura de todas y la que más remaches tenía. Montaba un caballo de guerra negro tan alto como la carreta que llevaban arrastras, con los restos de un rey muerto en un cajón sencillo, construido a las apuradas.

El capitán hizo un ademán con la mano, y Malkinn agarró el cuerpo del caballero errante y lo movió del camino. Clair lo vio todo, pensando en aquella persona y lo estupida que había sido al intentar atacarle. ¿Qué pretendía? ¿Es que no veía que llevaba una escolta de siete soldados todos armados y protegidos? Aquellas preguntas podían tener miles de respuestas, y Clair no podría saber cuál de ellas sería la correcta.

Malkinn montó su caballo, en su mano la espada bastarda, la cual se la pasó a Carrionn. El capitán dio la orden de reanudar la marcha. El camino se extendía hasta el horizonte.

La cabalgata del muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora