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No habíamos hablado con los otros hasta meses después, cuando nos llegó una carta.

Hablamos, tanto de cosas que importan como de las que no. Les contamos sobre nuestra vida nueva, de lo mucho que añoramos el lugar del que alguna vez vivimos, y lo confundidas que estábamos pues no sabíamos qué hacer ahora que estábamos alejadas de la muerte.

Uno de ellos nos dijo que no debíamos preocuparnos, que se encargaría al respecto.

En cuestión de tiempo, papá murió, creo.

Porque no lo hemos visto desde entonces, no sentado en su gran silla marrón en la biblioteca, fumando su pipa mientras leía alguno de sus libros. No en el jardín, regando sus flores favoritas y cantando sus canciones.

Su muerte había sido inevitable, o eso nos fue dicho entre las cartas. Su ausencia era extraña, pues no se nos iba de la mente la forma en que los rincones de las habitaciones seguían plagadas con su rostro.

Inmediatamente comenzamos a limpiar la casa, intentando esconder los rastros que dejó atrás, quemamos su ropa, sus libros, nuestro hogar en el proceso. Y luego salimos sin nada de nosotras en nuestras manos, y caminamos hasta el árbol de la colina. 

Al no estar presente, ya podíamos morir en paz.

Tan pronto llegar, nos recostamos en la sombra y hundimos nuestros cuerpos en la tierra fértil. Morimos ahí, bajo el árbol y sus ramas. Bajo la noche, bocarriba y torcidas. 

Nos sentimos pudrir entre sus pestañas, quedando nada más que huesos.

Papá murió entonces, y nosotras con él.

Muerte vino, amablementeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora