Sucedió un marzo por la tarde, y nuestro papá debía casarse con la chica de la casa de al lado. El Hombre lo decía, siempre lo hacía en realidad. Sus palabras eran reglas, y las reglas debían cumplirse.
Creo que nunca la habíamos conocido personalmente hasta ese momento, con su vestido tan largo que apenas y tocaba el suelo. Ella tenía uno o dos años más que la mayor de nuestras hermanas, con una larga melena negra y unas mejillas sonrosadas que podían compararse con manzanas.
Sería la cuarta esposa de la familia, y estaba llorando incontroladamente. Sonaba como si se estuviera perdiendo entre las frías y huesudas manos de la muerte. Gritaba, y nadie pestañeaba. La iglesia era pequeña, pero tenía un eco que atronaba y hacía rebotar su ruido desde cada pequeño rincón. Nosotras sólo habíamos visto el matrimonio de nuestra tercera madre, y nos encontrábamos contentas de presenciar otra aunque se hiciera de rogar.
En cuestión de tiempo se quedó callada, oyéndose únicamente un murmullo de sus gritos por encima de las doradas palabras de El Hombre. No pudimos contenernos al pensar en el día en que moriríamos, y nos preguntamos si tal vez sería igual que todo esto. Al fin y al cabo, se entendía que la mayoría de los matrimonios comenzaban con llantos y terminaban con la rendición.
Nuestro padre fue el último en hablar, en aceptar a la chica como su devota esposa de la forma en que debía ser.
Más tarde, esa noche, nos despertó de nuestro sueño y, entre lágrimas, insistió que empacáramos nuestras cosas. Que ya no podía soportarlo más. No, no otra vez. Y entonces:
Nos salvaría, dijo, de nosotras mismas y del mundo que quería que muriéramos.
Con él, huimos.
