Nacimos con tres dígitos idénticos sobre nuestras cabezas, no porque hayamos venido al mismo tiempo, ni porque fuimos engendradas por la misma madre, sino porque estábamos destinadas a morir.
Desde entonces, crecimos escuchando los murmullos de los otros espejos. No era extraño oír sus voces crepitando a través de los huecos de la madera podrida que dividía cada vivienda, jadeando palabras que no podían pronunciar porque hacerlo no serviría de nada. Al cabo de un tiempo, se adaptaron de tal forma que revistieron su inconformidad por medio de sonrisas poco amables y falsa generosidad.
—Les tienen envidia —diría nuestra tercera madre, con bastante confianza. No había día que no se encontraba en la cocina junto a alguna de nuestras hermanas, cocinando y limpiando y cocinando dentro de aquellas paredes gastadas por el tiempo—. Envidia y temor. Las personas temen a la grandeza.
Por otra parte, nuestra primera madre tan solo musitaba con su típica mirada punzante tan pronto encontrar oportunidad:
—Debimos ahogarlas en el río cuando tuvimos la oportunidad, nos han traído nada más que desgracia.
Y por más que nuestra segunda madre insistía en su silencio, las tres mujeres sabían que detrás de su pesimismo se escondía pedazos de verdad.
Solamente nos quedaba esperar a que el momento indicado llegase, y así poder morir de una vez por todas.