9 de mayo de 1893
Victoria Kim estaba fuera de sí.
Lo sabía porque acababa de decapitar todas las orquídeas de su amado invernadero. Las cabezas rodaban por el suelo en una carnicería hermosa y grotesca, como si estuviera representando una versión floral de la Revolución francesa.
No era la primera, ni siquiera la milésima vez, que deseaba que el séptimo duque de Fairford hubiera vivido dos semanas más. Dos miserables semanas. Después podía haberse emborrachado de veneno, atado a las vías del ferrocarril y, mientras esperaba a que llegara el tren, haberse pegado un tiro en la cabeza.
Lo único que quería era que Jennie fuera duquesa. ¿Acaso era pedir demasiado?
Duquesa... todo el mundo la llamaba así a ella cuando era niña. Era bella, educada, serena y regia; todos estaban convencidos de que se casaría con un duque. Pero luego su padre fue víctima de un fraude que lo dejó casi en la ruina, y la larga y prolongada enfermedad de su madre hizo que la economía de la familia se hundiera, pasando de precaria a catastrófica. Acabó casándose con un hombre que le doblaba la edad, un rico industrial que deseaba infundir un poco de refinamiento en su linaje.
Pero la sociedad consideró que el dinero de John Kim era demasiado nuevo, demasiado zafio. De repente, Victoria se encontró excluida de los salones donde antes había sido acogida. Se trago la humillación y juró que no permitiría que a su propia hija le pasara lo mismo. La niña tendría el refinamiento de Vicioria y la fortuna de su padre; arrasaría Londres y sería duquesa, aunque fuera lo último que ella hiciese.
Jennie estuvo a punto de conseguirlo. Bueno, en realidad lo había conseguido. Esa vez la culpa fue toda de Carrington. Pero luego, con gran asombro de Victoria, Jennie lo hizo de nuevo: se casó con la prima de Carrington y heredera del título. Qué feliz y orgullosa, qué descansada estaba Victoria el día de la boda de Jennie.
Y luego todo se estropeó. Lisa se marchó al día siguiente del enlace sin dar explicaciones a nadie. Y por mucho que suplicó, lloró y trató de engatusarla, Victoria no consiguió sonsacarle a Jennie ni una palabra sobre lo que había sucedido.
— ¿Qué te importa? —le replicó Jennie, glacial—. Hemos decidido llevar vidas separadas. Cuando ella herede, yo me convertiré igualmente en duquesa. ¿No es eso lo único que siempre has querido?
Victoria tuvo que contentarse con eso. Mientras, en secreto, mantenía correspondencia con Lisa, dejando caer retazos de información sobre Jennie entre descripciones de su jardín y de sus galas de caridad. Las cartas de ella llegaban cuatro veces al año, tan seguras como la rotación de las estaciones, informativas y amables en extremo. Estas cartas mantenían vivas sus esperanzas. Seguro que tenía intención de volver algún día o no se molestaría en escribir a su madre política, año tras año.
Pero ¿por qué Jennie no podía dejar las cosas como estaban? ¿En qué pensaba aquella chica, arriesgándose a algo tan desagradable y perjudicial como un divorcio? ¿Y para qué, para casarse con aquel vulgar y corriente lord Kai, que no era digno de lavarle las enaguas y mucho menos de tocarla sin ellas puestas? La idea la ponía enferma. Lo único bueno era que seguro que esto haría reaccionar a Lisa y actuar. Tal vez incluso volviera. Tal vez se produciría un apasionado enfrentamiento
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Acuerdos Privados | Jenlisa
DragosteDurante diez años Lisa y Jennie, Sir y Lady Manoban, han disfrutado del más perfecto de los matrimonio, basado en la cortesía, respeto y ... la distancia. Un secreto, una traición y un océano los separan desde el día siguiente desde su desenlace. Si...