El día de hoy será normal, igual que todos los días.

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«¿Qué es el destino sino una cruel broma del azar? ¿Qué es la vida sino un breve suspiro en la eternidad? ¿Qué es el amor sino una ilusión que se desvanece en la oscuridad?»

Las sombras de la noche se cernían sobre el vasto cielo, dibujando surcos celestes de siniestra belleza. Su tenebroso resplandor, acompañado por el dulce silencio de la soledad, creaba una atmósfera sombría y espeluznante. Esto era algo común en Toronto en fechas de invierno, nadie gustaba de salir por la noche a pescar un resfriado, aunque, la oscuridad cada vez más intensa y su juego de sombras vivas, revelaban que en esta noche había algo más, algo que acechaba en la penumbra. Ella se preguntaba si era su imaginación, o si de verdad estaba ocurriendo algo extraño ese día. No tenía forma de saberlo. La espesa y densa niebla, le impedía ver más allá de unos cuantos metros de distancia de su propio cuerpo, era inútil malgastar sus energías en tratar de encontrar un camino, simplemente se encontraba ciega en la oscuridad, y perdida en el mar de sombras.

La noche era su aliada y su enemiga. Le ofrecía un refugio y una amenaza. Le ocultaba y le revelaba. El frío le calaba los huesos, el miedo le paralizaba el corazón. Caminaba sin rumbo por las calles vacías, envuelta en una niebla que le nublaba la vista. No sabía dónde estaba, ni adónde ir. Solo sabía que tenía que huir, que tenía que escapar de aquella pesadilla.

Le odiaba con toda su alma. Él era el culpable de todo. Él le había prometido llevarla a casa, le había jurado que la quería, le había mentido. Él le había abandonado, le había traicionado, le había condenado. Él había sucumbido al encanto de una voz misteriosa, que le había llamado por teléfono y le había citado en un lugar apartado. Él había seguido esa voz, sin saber que era la de un monstruo, que le había esperado en la oscuridad y le había destrozado.

El frío le cortaba la piel, el miedo le helaba la sangre. Corría por las calles vacías, buscando una salida, una luz, una esperanza. No veía nada, solo sombras, solo niebla, solo muerte. No oía nada, solo su respiración entrecortada, solo su corazón acelerado, solo su grito ahogado.

Él le había arrebatado todo. Él le había dado su amor, le había hecho su promesa, le había roto su sueño. Él le había dejado sola, le había engañado, le había entregado. Él había caído en las garras de una voz tentadora, que le había susurrado al oído y le había invitado a su infierno. Él había obedecido a esa voz, sin darse cuenta de que era la de un monstruo, que le había aguardado en la oscuridad y le había devorado.

Ella no lo sabía, pero el monstruo no se había saciado con él. El monstruo la había rastreado, la había localizado, la había atrapado. El monstruo la seguía, la cercaba, la asaltaba. Ella podía oír sus colmillos chocando contra el metal, podía sentir su saliva goteando sobre su cabello, podía escuchar su respiración malévola y despiadada. No había escapatoria. Estaba acabada, Alicia.

                           

 Narrador Omnisciente.

En las sombras del tiempo, donde los hilos del destino se entrelazan, Alicia yace en su pequeña habitación observando un vestido. Su expresión de impaciencia y frustración es palpable, como si el mismo aire a su alrededor vibrara con su inquietud. El tiempo, ese eterno viajero, se desliza inexorablemente, como las agujas de un reloj que no pueden ser detenidas por la voluntad humana.

Un amigo que había conocido hace poco tiempo, un encuentro que podría atribuirse al destino o a la casualidad, prometió que iba a recogerla para llevarla a la universidad. Las manecillas del reloj avanzaban, y la hora estimada de su llegada se desvanecía en el aire, sin dejar rastro alguno de su presencia. ¿Dónde estará él en este preciso instante? ¿Quizás está atrapado en el tráfico matutino o, debatiéndose entre el sueño y la responsabilidad?

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