Capítulo I: El génesis de la tragedia.

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Desde que tengo noción de la realidad, siempre tuve una rara inclinación por las artes musicales; siempre estuve apasionado por dejar que mis dedos se pasasen con natural prodigiosidad a través de las teclas de un piano y construyeran sonatas tan sublimes que quién las escuchase llorase de felicidad al considerarse privilegiados por escucharla. Crecí en una familia adinerada, toda mi infancia estuvo rodeada de rica abundancia y de cariño maternal, no podía pedir nada más, excepto algo de compañía paterna. Mi padre era un comerciante de renombre en toda Europa y en calidad de su trabajo, éste nunca estaba en casa y por ende, nunca podía verlo, jugar con él y entrelazar nexos de padre e hijo. En busca de llenar ese vacío que poco a poco me fue hostigando, ya que en la escuela veía que mis compañeros eran llevados por sus padres y recogidos por ellos; me dediqué única y exclusivamente a conocer a un viejo piano que se encontraba en la sala de mi hogar. Mi madre, quién siempre fue objeto de cariño ferviente y puro, estuvo dándome clases de piano cuando tenía 5 años, sí, a esa edad yo ya me daba cuenta de tantas cosas, el dolor que mi corazón experimentaba no me era despreciable.

Con el tiempo, el vacío de no tener a un padre fijo en casa se fue aplacando, pues el amor sobrenatural que mi madre me brindaba dio como resultado al amor hacia la música que expliqué previamente. Luego de que yo dominase lo básico del piano, decidí explorar en mi tiempo libre acerca de las viejas teclas, viejas melodías e incluso, intentaba componer mis primeras sonatas basándome en pianistas como Mozart o Beethoven.

Mi adolescencia se dio casi igual que mi infancia, yo era un chico bastante extraño, no me gustaba salir a jugar, ni tampoco tuve novias durante esa etapa, lo único que me importaba era progresar en mi carrera como pianista y el enorgullecer a mi madre, pues ella se llenaba de gozo cuando yo tocaba el piano con pródiga naturalidad. Recuerdo cómo sus ojos avellana brillaban de emoción cuando su pequeño Robert le pedía con insistencia que le dejase usar el piano. ¡Ah si tan sólo la hubiese conocido! ¡Tan bella muestra de la beldad universal! Mi madre era para mí, un alter ego a lo que muchos llaman Dios, de hecho, no podía argumentar de otro modo la existencia de Dios cuando charlaba - raramente - con algunos amigos en la escuela, pues no creo que espontáneamente aparezca un ser tan puro como ella, tuvo que ser obra de una creación divina.

Lamentablemente, cuando tenía al caso 16 años de edad, mi madre padeció de una horrible tuberculosis que la fue matando lentamente. A mí me apenaba el hecho de que ella sufriese tanto, deseaba verla dormir para que no tosiese sangre o se quejara del insoportable dolor en su cuerpo. Lloraba en las noches y aclamaba al Creador que no destruyese su obra perfecta, aún la necesitaba, ella era lo único que desprendía albor en mi corta vida, ni siquiera la música me era tan importante. Mi madre, a pesar de su enfermedad, todos los días despertaba con una sonrisa magistral y me daba cariño como el sol da luz al mundo, o como el rocío de la noche humecta al césped. Algunos dos años pasaron y yo veía cómo su salud se volvía más precaria.

Mi primer gran dolor vino una mañana de abril de 1834, cuando desperté y me dirigí a la alcoba de mi madre, ya que esta me había mandado a buscar con la criada. - Hijo. - Me dijo en su tono de voz dulce, pero perturbado por la enfermedad. - Nunca desistas de tus sueños, lo que aquí en el mundo se crea, tiene que transformarse, pero eso se da por voluntad del Creador, no a voluntad nuestra. Sé lo que tú quieras, pero no olvides que lo que tú seas, sólo te afectará a ti, los demás podrán admirar tu obra, pero sólo tú gozarás de los resultados de ella. - Madre. - Le respondí con mi cara llena de lágrimas, mi corazón encogido y mi cabeza completamente desarmada para decirle algo más que eso. - No tengas miedo, Robert Lowe, yo seré la música que Dios recitará para ti durante el día y también durante la noche. Te amo, mi pequeño.

Su pálida piel y su rostro indulgente quedaron estáticos en mis recuerdos, su pulso se desvaneció luego de que ella me dijera lo mucho que me amaba, y mi cuerpo desfalleció en el umbral de su partida. Lloré tanto por esa injusta acción de Dios que lancé todas mis esperanzas al vacío y me acurruqué en mi autodestrucción. Dejé de comer, no podía dormir e incluso intenté quitarme la vida. Ya nada era igual sin mi querida madre.

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⏰ Última actualización: May 06, 2015 ⏰

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