Capítulo Único

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Hacía frío, demasiado frío.

Diana temblaba frente al espejo mientras luchaba por domar su ensortijado cabello, ni siquiera sabía por qué lo hacía, a ella no le importaba cómo se viese, pero a él le gustaba, le gustaba que se arreglara, que estuviera bonita, que fuese una mujer deseable que pudiera pasear como si de un perro de exhibición se tratase, y Diana le complacía, Diana siempre le complacía, es lo menos que podía hacer, como si al darle todo aquello que deseara compensara el hecho de no amarle ya, de no haberle amado nunca, de no tener muy clara la razón por la que aún seguía a su lado.

31 de Diciembre. Último día del año, un año más desde que cometió el mayor error de su vida, un año más siendo cobarde, un año más viviendo tras su máscara de papel resquebrajado, un año más siendo la estrella del show que ella misma había montado, un año más en su propio infierno.

Ya han pasado quince años, quince navidades, quince cumpleaños y quince días de San Valentín. Había tenido tiempo de sobra para arreglarlo, podría haber cambiado de opinión, podría haberle dejado, podría haber salido de todo aquello... Pero no lo había hecho, se había quedado a su lado, excusándose a sí misma en una especie de lealtad que en su fuero interno estaba muy lejos de sentir, pero que la ataba al suelo con cadenas de acero forjado.

Diana era un halcón, un ave de presa, una cazadora, libre y letal. Pero sus alas estaban atrapadas en alambre de espino, tortura autoimpuesta, pero no por ello menos desagradable. Diana fue un halcón, en otro tiempo, en otra vida, ahora no era más que un jilguero en una jaula de oro, un pajarillo hermoso y complaciente, que canta para que su dueño pueda deleitarse con la hermosa melodía.

Y la culpa es suya, solo suya, lo sabe. 31 de diciembre, día de promesas, de propósitos, de planes de futuro. Ella los hacía cada año, pero jamás los cumplía, y un año más se encontraba desnuda frente a ese espejo, observando a través de su cuerpo, como si fuera capaz de ver a su otra yo, a lo que fue, a lo que rezaba porque siguiera habitando en su interior, y juraba.

Este es el último año, la última navidad, pronto me iré, recuperaré lo perdido y jamás volveré a mirar atrás.

Pero nunca lo hacía, se mentía una y otra vez, deseando el valor del león cobarde, el corazón del hombre de hojalata y el cerebro del espantapájaros. Porque ella ya no tenía nada, ya no era nada, solo una cáscara vacía, una hermosa carcasa, un papel de regalo bonito que envolvía un presente insustancial, la sombra de lo que fue. Y lo odiaba, odiaba en lo que se había convertido, en lo que había dejado que la convirtieran. Pero el daño estaba hecho, había dejado pasar demasiado tiempo, se había dejado llevar aferrándose a la ilusa esperanza de que podría huir cuando quisiera, creyendo que era ella la depredadora y él la presa. Hasta que la realidad se le hizo ineludible, la cazadora había sido cazada, ya no podía escapar porque no había ningún lugar al que volver, ningún sitio donde refugiarse, porque ya no tenía el coraje, la fuerza y la pasión de la que se había vanagloriado antaño, porque se había dejado querer tanto, se había dejado llevar tanto, la habían mimado y consentido tanto... Que se había perdido en el camino y ya no era capaz de encontrarse.

Contempló su rostro en el espejo, sus ojos ¿Acaso eran esos sus ojos? Aquellos que antes ardían con el fuego del infierno, ojos que levantaban tempestades, que desataban pasiones, que refulgían cuando se enfadaba y brillaban con luz de luna cuando se ilusionaba, cuando escuchaba un te quiero... ¿Qué había sido de aquellos ojos? El espejo le mostraba una mirada plástica, que solo transmitía frialdad, arrogancia y altivez. ¿Eso era lo que ella transmitía ahora? ¿Eso es lo que los demás veían cuando la miraban? ¿Cómo podría alguien quererla si eso es todo lo que podía dar?

Quince años, quince navidades, quince cumpleaños y quince días de San Valentín. Demasiados años, demasiada distancia... nadie la esperaba, su pasado solo era un templo en ruinas y a Diana la acosaban los fantasmas cuando osaba poner un pie en él.

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