Capítulo 1

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Steven St. Jones tiró del cabello de la puta que había mandado a pedir a domicilio, desde horas tempranas, en un burdel de la comunidad, mientras que a postura de cuatro patas la montaba furiosamente.
El colchón de su amplia cama recubierta de doseles transparentes chirriaba ante cada brutal envite que recibía parte de él, el cuerpo desnudo y sudoroso de la joven.
Se la estaba metiendo hasta el fondo sin piedad...sin compasión; buscando llegar al orgasmo con una erección endeble que le había costado al principio conseguir.
Recordó, sintiéndose un fracasado que ella había tenido que atenderlo con la boca para lograr que le reaccionara, y que se le había demorado en levantar.
Desde que había sufrido el accidente que lo había dejado ciego nunca volvió a ser el mismo.
Sus relaciones sexuales no lo llenaban en absoluto, ni siquiera con su esposa que adoraba y antes disfrutaba al máximo, volvió a sentirse dichoso.
«¡Maldita sea!», bramó en su interior, apretando los dientes y clavando los dedos en las caderas de la prostituta al nivel de lastimarla.
Ella emitió un gemido de dolor y a él no le importó en absoluto; siguió dándole como un animal.
Odiaba tanto la vida...
La odiaba por haberle robado la vista en aquella batalla de Waterloo.
La odiaba por haberle robado la facultad de sentirse macho otra vez.
La odiaba porque había tenido que abandonar a su esposa para no tenerla atada a un discapacitado.
Con ira empujó cinco veces más dentro de su víctima y en el momento que ella gritó por el daño que le infligía él se vino con una alarmante desgana.
«Otro encuentro sexual que lo había dejado vacío», pensó al tiempo que se separaba de la prostituta, para posteriormente correr la cortina que cubría la cama y pararse a buscar a tientas la botella de brandy que había dejado sobre su mesita de noche.
Cuando la encontró y bebió un trago que le quemó hasta el fondo de las entrañas, ladeo el rostro hacia la cama donde escuchaba el sonido de la respiración agitada de la chica.
¿Cómo sería ella?
Siempre se hacía esas preguntas cuando estaba frente a una persona que no había conocido antes de quedar sin vista; al igual que siempre la impotencia de no poder saberlo le hacía sentir un puño al corazón.
Suspiró y se puso los dedos en las sienes sintiendo una ligera migraña...
La noche anterior, además de haber bebido cuatro botellas de ginebra barato, había fumado opio con el fin de perder la conciencia para encontrar el valor de pegarse un tiro en la sien.
No le había funcionado.
Al final había terminado jugando la ruleta rusa con su revolver que tenía seis compartimientos, mismo al que solo había metido dos balas que no le habían salido afortunadas cuando se disparó dentro de la boca.
Tenía mucho tiempo jugando a la ruleta rusa...al principio no metía balas, después empezó meter una, y ya había llegado al punto de introducir dos.
Sonrió con amargura.
Nunca ninguna bala le había salido... cualquiera diría que tenía suerte, pero él sentía que no era así, ya que este hecho lo obligaba a considerar en cargar de una vez y por todas ese revólver y no tenía el valor de hacer eso.
—¿Ya puedo irme, mi lord? —oyó Steven que le dijo con temor la mujer que acababa de masacrar, sacándolo de sus tormentosos pensamientos.
Él no contestó nada porque se concentró en abotonarse los pantalones bombachos y su camisa de seda, ambas piezas de dormir.
—Si piérdete, querida...— le contestó por fin cuando hubo terminado lo que estaba haciendo y con una sonrisa depravada, agregó: —...que es mejor que te largues antes que te folle el culo y termine dejándotelo inservible para siempre.
Después de estas palabras no le hizo falta decir más, porque oyó como aterrorizada la mujer se apuró en ponerse sus ropas y más tarde salir corriendo como alma que llevaba el diablo.
Steven después de poner los ojos en blanco, se tomó el último trago que le quedaba en la botella.
«Que fácil le resultaba deshacerse de la gente asustándoles», pensó.
Se había convertido en un hombre del que todos querían huir.
Encogió los hombros y se dijo que no importaba, puesto que sus días estaban contados.

***

«Qué horror», pensaba la prostituta que acababa de salir del cuarto del marqués, mientras merodeaba por los largos y tenebrosos pasillos de Manor House (su mansión campestre), en busca de las escaleras que daban al vestíbulo de la propiedad.
Tenía que escapar de ahí.
¡Ese tipo era un alcohólico loco!
Físicamente—con todo y su raro tamaño— era espectacular, pero estaba muy mal de la cabeza y era tan agresivo como un demonio.
Tembló otra vez, pensando en esa tremenda pinga que le había traspasado sin parar y sin importarle que le doliese.
Dios, y eso que no la tenía tan dura, sino la hubiera dejado hecha pedazos.
Nunca le había tenido miedo a un cliente; los había tenido de todas las clases, pero ese gigante en tamaño y pinga estaba lleno de rencor y no quería volver a topárselo nunca más.
Bueno le diría a Dorothy, la regenta del burdel, que le mandara una factura adicional al marques por los daños que le había provocado con su agresividad, y que fuese bien jugosa, porque después de atender esa bestia rabiosa tenían que darle una mayor suma de la que solía a cobrar.

Una flor en mi jardín MUESTRA // LIBRO 2# Serie Guerreros de la corona//Donde viven las historias. Descúbrelo ahora