Noche en el puente.

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Esa noche me iba a matar. No lo contaría como un intento de suicidio porque seguía anhelando vivir, quería hacerlo, sin embargo, no podía. Yo no debía estar vivo por muchas razones que escapaban de mí, se deslizaban entre mis dedos y se escabullían en la oscuridad que rodeaba a mi inconsciente. Solo sabía que debía estar muerto.

El viento enredaba mi cabello, lo dejaba amontonado detrás de mi mollera y cabizbajo yo le permitía hacerlo, porque me reconfortaba la caricia helada de un ser invisible y ajeno. Cerraba los ojos e inspiraba mis últimos suspiros antes de que mis pies abandonaran el cordón de cemento de la estructura del puente. No podía hacer nada con mi vida, solo terminarla. Mordí intuitivamente mi labio inferior mientras reprimía un puñado de lágrimas que me gritaba a pulmón caliente: "No te tires, Alberto, podemos solucionar todo". Pero yo sabía que era mentira, nada podía regresarme a mi anterior vida.

Aquella noche fría del 28 de julio, mi existencia colgaba de un hilo tan fino que con el más mínimo toque se rompería de manera épica y triste. Me quemaba el hecho de que la posibilidad de que yo terminara como un espectro del puente, era muy alta. Podía ver de forma vívida mis ojos sobre el asfalto, acechando a los transeúntes sumidos en sus autos, rogándoles que no me dejasen tirar hacía el vacío. Porque mi mamita me había enseñado, cuando yo era mucho más niño que ahora, que aquellos que no esperan a que Dios les quite su vida y se la arrebatan ellos solos, nunca entran al cielo, ni al infierno en todo caso, solo se quedan en el medio siendo algo híbrido y horripilante. Sin dudas ese era mi destino.

¿Por qué a mí me ocurría esa desgracia? No tenía a nadie que me diera una cobija, ni trabajo para poder echarle algo a la olla, y estaba muy chico. "Ya eres todo un hombre, tendrías que ser capaz de mantener a dos familias", pero ese tipo era un hipócrita, y no estaba, que suponía lo peor de todo. ¿Cómo podía decir que yo era todo un hombre? Si todavía seguía esperando a que me salgan pelos en los sobacos. Pero esas cosas ya no tenían importancia, esa noche yo dejaba de existir, de eso no me cabía duda.

Contemplaba el agua salvaje que me invitaba de forma macabra a saltar hacia ella, podía jurar que me recibiría con los brazos abiertos, cada parte de mi cuerpo sería acariciada por el frío húmedo, y yo que anhelaba acabar con mi desgracia. Tomé un gran suspiro tratando de callar esa voz insistente que rogaba que no me tire, cerré los ojos con fuerza, y...

– ¡Esperá, flaco, no te tires! –Una voz áspera, como si tuviera un catarro fuerte, me habló a los gritos.

Intuitivamente giré la cabeza; era un hombre pijo, lo sé porque su traje se arrugaba a medida que intentaba acercarse hasta donde yo estaba. Pero no iba a hacerme cambiar de opinión, yo no tenía nada, debía morir.

– ¡Sos un pibe! ¡Si te dejó la novia podemos charlarlo, ¿sí?! –Ese sujeto seguía diciéndome cosas al rolete... ¿por qué? A él no le importaba si yo me mataba, ¿o sí? No, no le importaba. Lo único que le hacía estar allí conmigo era su impecable uso de la ética, porque estoy seguro de que ese hombre me había observado de pura suerte y tal vez pensó: "Si no intento detener a ese niño, es muy probable que no duerma por las noches". Menuda porquería.

El señor pijo seguía gritando cosas, sin embargo, yo me encontraba decidido.

–Señor, ¿puede callarse? Interrumpe mi muerte.

–Pero chico, no podés quitarte la vida, así como así.

–No, usted tiene un concepto erróneo sobre lo que deseo hacer.

–Mirá pibe, sos un pendejo, tenés mucho para vivir, no comprendo...

–No me estoy suicidando, Señor– le interrumpí –. Solo acorto lo inevitable. Es que- es que yo no puedo seguir viviendo. Como oyó, esta "vida" que usted dice, para mí ya no es un privilegio, sino un estorbo.

–Sos un chango chico todavía. No saltes, por favor te lo pido. Mirá, yo tengo mucha plata, puedo ayudarte si es que estás endeudado o necesitas pagar algún tratamiento, no sé, pibe... no sé lo que te ocurre... no sé qué decirte... no te tires...

Pude percibir el sonido de un sollozo, me impacté por un momento, mi mente no comprendía el porqué de ese llanto roto, era como si ese hombre fuese el que se iba a quitar la vida y no yo. Lloraba desconsolado; tapaba su cara con la palma de su mano izquierda, ignorando el hecho de embarrarse con mocos; con su brazo libre abrazaba su torso a medida que temblaba; sus rodillas impactaron contra la grava del puente, lo sé porque mis ojos le penetraban. La brisa seguía despeinando mi cabellera larga, no podía concentrarme en matarme, ese tipo lloraba un montón y me daba una cosa nostálgica; nunca conocí a mi padre, pero ver a ese hombre me hacía desear que alguien como él lo fuera, y que llorará así de intenso por mi muerte.

Ya no lo aguantaba, hasta comencé a sollozar junto a ese desconocido, quería que se callará por lo que le dije:

–Señor, no llore. Sabe, no me voy a tirar. Ayúdeme a volver hacia ese lado.

El tipo me sonrió torcido, apretando los dientes, aguantando las lágrimas. Se acercó a mí y estiró su mano. Giré todo mi cuerpo para encontrarme con él, lo hice con dificultad gracias al estrecho lugar donde solo cabía la mitad de la suela de mis zapatillas. Sosteniéndome de una vaga columna partida, intenté llegar a esa mano que podía llegar a ser mi salvación... pero en un segundo, todo puede irse a la mierda... La planta de mi calzado se encontraba tan gastada que no le importó resbalar del cemento en donde me había parado todo ese tiempo. Vi la muerte parada en mis pupilas, era aterradora, mucho más de lo que había imaginado, ya no quería matarme, deseaba vivir...

– ¡Señor, me caigo! ¡Señor!

Aunque ya era tarde.

NO DUERMASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora