𝐈𝐗

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Roma, 25 de agosto de 1925.


Mujer, su misterio me ha cautivado.

Mas no sé nada de usted y es extraño que de tan solo verme un par de veces la haya yo enamorado. Yo, un noble romano recientemente viudo quien lleva el duelo en traje negro y más a fondo en su corazón, ¿qué mujer ve de atractivo aquello?

Sin embargo, todo es posible en este plano en el cual existimos. Así sucedió cuando conocí a mi primer amor, inesperado; resplandecía en aquellos valles brotados en jazmines y rosas al igual que sus labios, aquel recuerdo lo repito una y otra vez, cuando duermo y tan pronto como despierto, en el me sostengo. Era ella una joven de cabellos bañados en miel y sus ojos eran esmeraldas que brillaban al tacto del sol, era una rosa cautiva que leía un libro sentada bajo la sombra de un árbol, tan serena, tan pura como una virgen, tan bella como la primavera. Ella era la luz, el día, el calor que acogía mi cuerpo, ella: toda mi felicidad.

Duele aún decir su nombre asi que, por la paz de su alma, no la mencionaré.

Tomaré un poco de tinta para mi pluma y seguiré escribiéndole –cambiando el tema, por supuesto– que no soy un hombre maravilloso ni mucho menos talentoso, no soy aristócrata ni rico, solo un pobre hombre que trabaja semanalmente en una fábrica de inmuebles y en mis tardes libres soy un ermitaño que goza de leer cualquier libro con una pipa en sus manos, sintiendo en cada calada un reconfortante alivio que aleja el remordimiento y la pena; y cada noche antes de ir a dormir le rezo al Señor por mi vida, por el alma de mi difunta esposa y por el perdón de mis pecados.

Es por ello que no le veo ningún sentido a su fijación en mí más si soy un completo desconocido, un foráneo que vió pasar y casualmente se volvió a encontrar. 

Leí su carta detalladamente, al principio pensé que era una locura o una broma de mal gusto pero la releí y tal devoción que emanaba usted en cada palabra me hizo pensar que quizás, en este mismo día, a esta misma hora y en este preciso momento usted sigue esperando con ansias mi carta, y yo estoy justo aquí pensado quién es usted realmente y por qué me es tan relevante su anonimato.

Aún así, señorita, tengo la disposición de conocerle y de saber cada cosa sobre usted más allá de lo que me ha descrito. Franchesca, misteriosa parisina llena de lujos y prestigios buscando el regocijo de un buen amado, la duda siempre estará presente: ¿por qué de tantos fuí yo el elegido?

Y hasta no verla tendré la pregunta en mis manos.

Quiero asegurarle que estoy dispuesto a saber quien es realmente usted y tal vez, serle correspondido. Es cuestión de tiempo y deseo, sin dejar que la impaciencia me consuma.

Espero reciba con gusto esta carta. No se angustie, ya he notado su existencia.

Por cierto, mi nombre es Damiano.
Una sombra del ocaso.

Dio la benedica, señorita D'Louise.

Rose della vendetta ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora