«El fungucarcoma es una enfermedad que se caracteriza por causar heridas en la piel, con especial énfasis en los labios, se produce por contagio del mosquito peclero o, en ocasiones, con otra persona enferma, sobre todo, cuando las yagas están activas. Duran más de un mes, puede ser mortal y las cicatrices suelen ser permanentes. Es fundamental aplicar uña de gato alternando con hojas del árbol del té durante la primera semana, y aceite de rosa y de comino la segunda. Evitar la exposición al sol puesto que reaviva la enfermedad, y el contacto con otras zonas del cuerpo porque se puede reinfectar.», escribió Shae en su cuaderno de remedios, donde ella misma nombraba por primera vez las dolencias que observaba recurrentes entre los aldeanos de la zona. «Para las heridas que no sanan y muestran rojez, inflamación y crean fluidos transparentes, blanquecinos o verdosos aplicar tierra húmeda con moho o la pasta blanca que se crea en el arnés de cuero que se usan con los burros de carga». Anotadas sus conclusiones, Shae cerró el volumen, que consistía en un puñado de pergaminos cosidos y una tapa en piel gruesa repujada que podía cerrarse gracias a largos cordeles con los que atarlo.
—Gracias, mi señora, aquí dejo un capón recién desplumado, hará buen guiso —dijo Arey, la mujer del herrero, que temía por la herida que su marido se había hecho en la mano forjando.
—No tenéis por qué, Arey, ya sabes que os estaré agradecida siempre por los herrajes que Samu nos regaló, nos están siendo muy útiles —contestó Shae mientras se recogía su cabellera azabache en una trenza.
—Mi señora es muy generosa, pensé que mi marido perdería la mano, es milagroso cómo ha mejorado —añadió nerviosa.
—Samu es un nacido fuego, no temas. Es tan simple como conocer qué puede hacer la Madre Naturaleza por nosotros, Arey, algún día podremos condensar su sabiduría en pequeños frasquitos que podremos mezclar —comentó mientras recogía el capón limpio—, ponle el ungüento de eleno hasta que se acabe y recuerda que no sude ni trabaje con esa mano hasta que la costra esté totalmente seca, que no se la arranque, se caerá por sí sola. Luego le masajeas con el aceite que te di, que no le dé el sol, así cicatrizará mejor —y las últimas palabras casi las tuvo que gritar porque Arey ya había emprendido su retorno a casa.
—Querida esposa, ¿otro presente? ¿Qué ha sido esta vez? ¿Una uña encarnada? ¿Un pie dislocado? ¿Unas pecas rebeldes? —sonrió Reys mientras se imaginaba zampándose el capón recién salido del horno, dorado, jugoso, con pan tierno...
—Una quemadura —contestó su mujer.
—Cualquier día te acusan de bruja —comentó el señor Tovar en el mismo tono.
—Querido esposo, las brujas embrujan, no ayudan a los demás —aclaró Shae como si hablara con un niño pequeño.
—Es broma, mujer, no te ofusques, La Octoba nunca permitiría que nadie de buen corazón sufra acusación alguna por parte de la Madrasa, pero hay que ser precavido, cada día hay más adeptos.
—Entonces tendré que aprender hechizos de verdad —sonrió una trenza ébano que se alejaba hacia la cocina capón en mano.
El cobre de la tarde dejaba paso al carbón de la noche. Todos en Vilar festejaban la Noche de los Fuegos en familia y, al día siguiente, lo harían congregados en la plaza del pueblo, acompañando a la pequeña Ila a su nueva residencia.
Reys trabajaba afanoso en su taller. Era un nacido Madera, la entendía como si surgiera de sus entrañas. Cada Luna Creciente, el marido de Shae se adentraba en Milramas, el bosque de Blancomonte y observaba con detenimiento durante horas los ejemplares maduros, aquellos que podían ser talados sin miedo a cortar un joven ejemplar o un Ilustre, como llamaban a los árboles milenarios. Los Ilustres crecían tan lentamente que los dibujos que se guardaban de ellos, realizados por los nacidos Madera ancestrales, apenas diferían a lo largo de la historia. Nosdamis, el árbol más antiguo de Vilar, rondaba las 50.000 lunas. Cada mil lunas, se dibujaba, para dejar huella en la retina del imaginario común, y en las últimas láminas, Nosdamis no había sufrido alteración alguna. Su tronco retorcido parecía un camino sinuoso con vetas cubiertas de resina, por lo que al tacto era suave y su aspecto daba la sensación de haber sido lijado. Aunque parecía hueco por dentro, se debía a que el tronco estaba compuesto a su vez por diferentes troncos que se habían unido a lo largo de los siglos, aunque todos presentaban una única raíz común. El ritual del dibujo de los Ilustres era precedido por la ofrenda; los habitantes del pueblo, para dar las gracias a la Diosa Madre por los beneficios que obtenían de la madera de sus árboles, les llevaban una medida de melosa de lombriz, material orgánico descompuesto gracias a la acción de aquellos seres rosáceos. También traían ceniza de sus braseros, de la leña caída de los árboles en la estación del Viento.
Aquella tarde de preámbulos para la Fiesta del Fuego era Luna Creciente, apenas un arañazo de luz en un cielo minado de estrellas. Reys llevaba remangada la camisa, mostrando unos antebrazos morenos y vellosos de piel recia, bien torneados por el trabajo, que acababan en manos grandes y fuertes, encallecidas, pero amables. Se sentó en el tocón de un viejo roble, que había sido el origen de la puerta del Castillo de Vilar, apoyado en el mango de su hacha y escuchó el susurro del Viento. Solo un árbol. Nunca se acumulaba la madera para evitar que se pudriera o viciara, si no era necesaria siempre primaba el respecto por la vida de un árbol que una necesidad mal entendida. Tampoco podía cargar más de un árbol, eran grandes como la eternidad.
Eligió, un tremendo pino, robusto y sano. Se acercó, se arrodilló ante él y dejó reposar su frente sobre el tronco, lo acarició lentamente como si fuera el lomo suave de un cervatillo.
—Namsaray, Keanu, merakhy.
Acto seguido alzó su hacha y lanzó un golpe seco, ladeado, que hizo saltar fragmentos y astillas. Liberó el hacha, observó la herida en el árbol y se arrodilló. Entonces, de repente, una extraña luz empezó a chisporrotear suavemente y a emanar como humo dorado. Reys besó la herida del árbol y comenzó a absorber aquel elixir como el que bebe de una fuente.
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Susurradora de difuntos
FantasyA la muerte del Maestre de la Orden del Fuego, la recién nacida elegida, Ila, hereda su poder y sus posesiones en la Ceremonia de Herencia según la Ley de Sucesión. Conforme crece, la aguardan tentaciones, pruebas e intrigas en su nuevo hogar, el...