5
ROMEO
El domingo, después de sus dos horas de ensayo con el piano, Paris llamó al timbre de mi casa y me invitó a comer con él para compensarme la cena a la que le había invitado la noche anterior. Por el tono de su voz y cómo le costaba mantener la mirada se notaba que era un poco tímido, lo cual me parecía adorable y despertaba un instinto de protección en mí. Tal era así que me daban ganas de golpearme a mí mismo por haberle tratado mal. No le había costado mucho perdonarme y eso decía mucho de él; había personas que no sabían dar segundas oportunidades, aunque también había otras personas que no se las merecían, pero yo no iba a ser de esos.
—¡Me salvas de tener que cocinar! —dije, aceptando su invitación con mucho gusto.
Dejé el móvil en mi casa para tener una excusa por ignorarlo y entré en la de Paris.
—A mí me gusta.
—¿Y cocinas bien?
—Lo suficiente como para no envenenarte por accidente —bromeó lanzándome una mirada de refilón.
Desde la cocina salía un olor que me abrió el apetito al instante, estaba haciendo algo de pasta con salsa de tomate natural. Incluso tener que hacer unos simples macarrones suponía un suplicio para mí, pero no envidiaba a la gente que disfrutaba cocinando, envidiaba a quienes podían pagarse un cocinero personal.
—Más te vale —contesté—. Con nuestros nombres como cruz, seguro que caeríamos en una tragedia shakesperiana, me convertiría en fantasma y te perseguiría para vengarme.
Se rio mientras se ataba un delantal al entrar en la cocina, y al verlo me entró a mí también la risa.
—Sí que eres un cocinillas experto.
—No te metas conmigo, que puedo confundir la sal con el azúcar en tu plato; a veces soy muy despistado.
Me gustó sentir que se encontraba cómodo conmigo, tanto como para traspasar las barreras de la timidez. Estaba seguro de que la conexión entre ambos había sido recíproca.
—¿Necesitas ayuda? Creo que voy a vigilarte.
—Puedes hacer la ensalada, coge lo que te apetezca de la nevera.
Eso podía hacerlo. Me moví libremente, como si siguiera en mi propia casa, y corté la lechuga, un tomate y un pepino mientras él hacía la salsa en la sartén y controlaba la cocción de la pasta. También añadí espárragos y aceitunas. Paris agregó verduras ya pochadas a la salsa y el olor nos envolvió como un hechizo delicioso. Estaba salivando.
—Al final me estás haciendo cocinar —me quejé con tono de humor mientras removía la ensalada.
—No se te van a caer los dedos por cortar dos hortalizas.
—Primero: no sería difícil que perdiese un dedo cortando cualquier cosa con un cuchillo, la cocina no es un lugar seguro para mí. Y segundo: si te refieres al refrán, se dice «los anillos», no se te van a caer los anillos. No los dedos.
—Vale, listillo, me has entendido perfectamente.
Sonrió con un ligero rubor en las mejillas, a don perfecto no le gustaba equivocarse.
Llevé la ensalada al salón y descubrí que la mesa ya estaba puesta para dos. Había anticipado mi respuesta, lo que también significaba que no era un simple ofrecimiento por quedar bien, realmente quería mi compañía. Si me hubiera negado o no hubiese podido acompañarlo, habría tenido que comer solo junto a un sitio vacío. Me dio pena imaginarlo, tenía que indagar un poco más en su vida, no parecía tener muchos amigos; al menos me daba esa sensación. No entendía por qué, nosotros habíamos conectado muy bien y muy rápido, si ignorábamos el primer encuentro fastidiado por mi culpa.
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La melodía del corazón
RomanceAquí podrás leer de forma gratuita los primeros capítulos de «La melodía del corazón», de Tamara Moral; una cercana historia de amor entre dos chicos cuya relación va evolucionando a la vez que se van descubriendo a sí mismos y aceptando lo que verd...