Capítulo 1

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Aunque el laúd se escuchaba fuerte, al igual que los pies y las manos que golpeaban el suelo y las mesas, marcando el ritmo, lo que sobresalían eran las voces. Decenas de voces que cantaban al unísono con el bardo, entonando esos versos que tan bien conocían. Palabras que habían corrido por todo Elydeum, de taberna en taberna. Contaban la historia de un gran héroe que había salido de la comodidad de su hogar para luchar contra las adversidades de la vida, sin detenerse nunca. No buscaba un príncipe o una princesa, no buscaba oro, no buscaba gloria. Lo único que deseaba era poder sobrevivir en el lugar y el tiempo que le había tocado y, al mismo tiempo, hacer lo mejor que podía con lo que tenía. No importaba su nombre porque, en definitiva, era la historia de todos. De los mercenarios que se reunían a compartir una cerveza en las mesas del fondo mientras contaban sus monedas e intercambiaban nombres. De los marineros que se dejaban caer en las sillas luego de un largo día en el puerto para descansar la espalda e intentar tapar, con la cerveza, el olor a pescado que se les había pegado. De las curanderas, las artesanas, las mercaderes que ya no sentían ni las manos ni los pies y lo único que querían hacer era estimular el cuerpo con unas risas y una buena canción. De los camareros que iban y venían con las bandejas llenas, esquivando los borrachos, los bailarines y los inquietos, en un intento por no derramar todo antes de llegar a la mesa que les tocaba. Y de la tabernera, que lo miraba todo desde atrás de la barra, llenando una jarra detrás de la otra, que mantenía los ojos bien abiertos y la mano cerca de su espada en caso de que las palabras se volvieran rojas, que los tonos de voz se volvieran fuego y el calor de la ebriedad los llevara a pelearse.

Porque todos ellos eran héroes, en sus propias realidades, que salían de sus hogares todas las mañanas para intentar hacer lo mejor que podían con lo que tenían. Y que seguían luchando, contra monstruos invisibles o monstruos reales, para sobrevivir.

Por eso cantaban con el estómago y con el corazón una canción que, si bien no la habían escrito ellos, era suya y les pertenecía y los hacía sentir, en esa noche oscura, de pesares y tristezas, mucho menos solos. Porque en esa taberna no eran los únicos que sufrían, que lloraban y que estaban cansados. En esa taberna todos compartían el dolor y, aunque una cerveza, una propuesta y mucho oro pueden unir a las personas, el dolor puede más.

Nunca le ganará al amor, por supuesto, pero a veces es mucho más fácil sentir dolor que amor.

La canción estaba en pleno coro, cuando uno infla los pulmones y grita todo lo que le es posible, en un intento por sacar las penas junto con las palabras. Por eso nadie se dio cuenta de que la puerta se abrió y que una muchacha, con el cabello dorado como el oro, entró cabizbaja. Con los ojos fijos en el suelo, sin hacer contacto visual, atravesó el laberinto de mesas, sillas, pies y camareros hasta que se sentó en la barra. Ordenó una jarra de cerveza e intentó mezclarse con la multitud.

Diferente fue, cinco minutos después, que la canción estaba terminando, cuando la puerta volvió a abrirse. Las voces se detuvieron de pronto, los instrumentos se tragaron sus propias notas y ni siquiera las paredes se dignaron a devolver el eco de los sonidos que se habían escapado. Los pasos, pesados, llamaron la atención de todos, que giraron las cabezas hasta clavar los ojos, curiosos, en las tres figuras que entraban a la taberna. No fue difícil reconocerlos. Aunque no conocían sus nombres, conocían a los de su calaña. Telas finas, vestidos ajetreados, una daga ornamentada en la cintura que no sirve para matar o defenderse, pero sí para alardear. Sin embargo, no fueron las vestiduras lo que lo delataron. Si bien existen las generalizaciones y los prejuicios, en este tipo de barrios siempre existe la duda. No. Fueron los ojos, esos ojos que miraban por arriba, como si el hombre se encontrara diez escalones por encima de los presentes.

Más que una misión secundariaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora