La parada

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—¡El último!, ¡el último!, ¿no hay último?—gritaba una señora que recién llegaba.
—Señora, guíese por mí, que quien me lo pidió a mí, se aburrió y se fue por otra vía—le respondí al ver que nadie lo hacía, y no aparecía la muchacha que marcó detrás de mí.
—¿Y detrás de quien vas?—pregunto ella.
—Detrás del hombre—respondí señalando a un hombre con una gorra roja.
Hacía una hora que había llegado a la parada, y muchos de los que estaban entonces ya se habían ido.
La señora se sentó a esperar en uno de los bancos mientras seguían llegando gente.
—¿Hace mucho que no pasa el PC?—preguntó nuevamente la señora.
—Hace una hora—le respondí.
—¿Y no hay ninguno para el paradero?—continuo ella.
—Va, hay como tres para haya—respondió un anciano que ya llevaba más tiempo que yo en la parada.
—Ah, entonces ya debe de estar al pasar uno—respondió la señora esperanzada.
Pasaron los minutos y la parada ya estaba repleta de más de 20 personas, a mi cuenta; y creo que eran pocas, a las que realmente había.
Al principio todo estaba en calma, pero al cabo de la segunda hora comenzó a llover. En ese momento todos aquellos que estaban en la cera del frente, en una esquina, y en los alrededores, comenzaron a refugiarse bajo el techo de la parada; más todos aquellos que estábamos esperando nuestro transporte.
Había niños, embarazadas, ancianos, jóvenes, toda clase de personas, apretados unos con los otros, protegiéndose de la lluvia y el aire.
—Muchacha venga con el niño, póngase en mi lugar, estarán más cubiertos del aire, para que no se mojen—le dije a una muchacha embarazada con un niño pequeño mientras me corría para uno de los costados de la parada en donde el aire estaba empujando la lluvia contra nosotros, mojándonos a los que estábamos en esa zona.
Entonces se escuchó un rayo, y un niño comenzó a hablar sin parar de a qué distancia caían los rayos y como él calculaba eso. Por otra parte, otro niño empezó a llorar, un hombre se puso a hablar de cómo un rayo había picado una palma a la mitad, y yo solo pensaba:
«¿Cuándo llegará el transporte?»
La lluvia nos empapó media hora más, y luego, un Sol que rajaba las piedras.
La gente se empezaba a ir por otras vías, y yo, que tengo que morir con esta si no quiero darle la vuelta a la Habana para llegar a mi destino, como he tenido que hacer en otras ocasiones.
Quedamos cerca de ocho en la parada. La señora que me pidió el último, el hombre de la gorra roja, el anciano, un matrimonio, y otra joven, además de mí, ah, y una muchacha que no hablaba con nadie, concentrada en su celular.
—Oye, que por situaciones como esta me dan ganas de prenderle fuego al paradero—dijo el marido.
—Mira, cálmate—respondió su mujer.
—Oye, que dice el señor que para haya hay tres PC, llevamos una hora aquí, y no ha pasado nada, ¿qué están haciendo ellos en el paradero?, ¿una fiesta?—siguió él—. Oye, yo te digo a ti que este país va pa atrás.
—No, pero no es el transporte nada más—dijo la señora—, los precios, hay una inflación tremenda.
—Eso también, que ya uno no puede comer nada en la calle, todo está muy caro—respondió la mujer.
—No, ni para la casa. Yo misma me compré un boniato a 70 pesos, ¿tú sabes lo que es eso?
El anciano comenzó a reírse.
—Oiga Señora, pero, ¿de qué tamaño era ese boniato?—preguntó el hombre de la gorra roja.
—No, un boniato normal—respondió la señora haciendo un pequeño bulto con las manos para darnos el tamaño del boniato.
—Oiga, usted seguro que tuvo que llorar mucho cuando pico ese boniato para cocinarlo—dijo el hombre de la gorra aún riendo.
—No, si casi que lo pongo de adorno, me costó demasiado como para comérmelo—respondió ella, y todos nos reímos a carcajadas.
—Seguro que usted le dijo al boniato: hay boniatico, perdóname, yo no quiero, pero tengo hambre.
Más rizas.
—Oye, en serio, este país se va pa bajo. Que no progresamos—continuó
—No, y se va a poner peor—dijo el anciano.
—No por favor, peor no—suplico la señora.
En ese momento empezamos a hablar de los apagones, de la escasez de productos, del incremento de la delincuencia.
—Y qué decir de los que se han ido del país—dijo de pronto la muchacha que estaba con el celular.
—Así mismo, se van en bandadas. Dicen que somos 11 millones de habitantes; bueno, van a tener que revisar eso, porque como van las cosas, el último va a tener que apagar el Morro—dijo el de la gorra.
—Caballero, ya no se quejen más, recuerden que hay días malos, días peores, y Díaz…
—Viene algo—dijo la mujer no dejando terminar la frase de la muchacha.
Instintivamente, todos dejamos de hablar y nos asomamos en la cera y la calle para ver qué guagua venía. Hasta la señora se levantó de su asiento.
—Parece un PC—dijo el marido.
—¡Por fin!, nos vamos, gritó la señora.
Pero antes de que pudiera disfrutar mucho su alegría, el de la gorra respondió:
—Ah, un P5, falsa alarma.
Ese era una ruta que no nos servía y se desviaba antes de llegar a la parada.
Pero cuando todos habían perdido las esperanzas, el anciano dijo:
—Viene otra.
Regresamos a nuestros lugares.
—Ahora si nos vamos—dijo la muchacha.
—Caballero, ¿cómo quedaba la cola?—pregunto la del celular.
—No importa mija, somos pocos—respondió el anciano.
Nos quedamos viendo la guagua que venía, y cuando ya se acercaba, no me lo podía creer.
—Esa tampoco es—dije antes de que llegara—, es un P9.
—Ah, mijo, no me digas eso—protesto la señora.
En efecto, era un P9, soltó gente, y siguió de largo.
—Caballero, yo no aguanto más, mira la hora que es, son las 4 de la tarde, nosotros nos vamos, dijo el matrimonio; y tras ellos se fueron el de la gorra, la señora y la muchacha del celular.
—Esto es una película de terror—dije—, éramos un ejército y ahora mira cuántos somos.
Nos reímos, esta vez más cansados.
Pero después de una hora más, llegó el PC, y yo estuve oficialmente más de cuatro horas esperándolo. Cuatro horas en donde compartí entre carcajadas, en una parada, con un grupo de desconocidos, un momento agradable, sobre otro estresante. Tenemos que reírnos de nuestras desgracias, si no, como vivimos.

"El cubano se ríe de sus desgracias"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora