Narciso

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Es cierto que el mundo del espectáculo es atareado, especialmente para un productor.

Pero eso no es excusa para gritarle a tu esposa, ¿o sí?

Teniendo apenas dos años de casados, el joven matrimonio floreció cómo margaritas en primavera, ambos se completaban mutuamente, Leslie era una artista y Roy era quien sabía cómo integrar ese arte a lo que vulgarmente se llama "realidad", al mundo.

Él debió continuar con su trabajo, sin embargo la mueca de preocupación nadie se la quitaba; Leslie había llegado al estudio en busca de su marido, sin embargo ese día especialmente era ocupado, teniendo que cuidar de varias cosas apenas se dió cuenta de la presencia de su esposa, y cuando ésta se había hartado de su indiferencia lo tomó con fuerza del brazo, y respondiendo a tal agresividad le gritó «¡no te tengo tiempo!»

La, siempre portadora de prendas extravagantes, se quedó congelada, indignada, avergonzada de haber protagonizado una escena en el set, pero más que nada, ofendida, ¿cómo se le ocurría gritarle?

Erguió su postura y le dió una cachetada no muy fuerte, saliendo de ahí con bolso en mano.

Ahí fue cuando comprendió su error, puesto que no veía los golpes de Leslie como una fuente inagotable de violencia, sino como un justificado aviso de que él había metido la pata, apoyado por experiencias pasadas reconocía que así era, así que, tendría todo el día en el pensamiento, «¿qué me habría querido decir? ¿qué pasaba? ¿por qué no le di sólo un momento?». . .

«Es mi esposa»

[. * .]

El día de trabajo terminó allá a horas tardías de la noche, saliendo con una bufanda que su mujer había tejido para él, de tonos rojos y naranjas, siempre tan inteligente la había acampado en la mañana sabiendo que haría frío para cuando él saliera, podía separar los estambres y notar la forma en que estaban entrelazados, recordándole a ella le hacía sonrojar, con café en mano le daba pena volver a casa, ahí estaría ella, ella esperándolo, con sus mejillas calentadas por alguna infusión y sus labios tan rojos por la temperatura con la que tomaba las bebidas, tan desinteresada por ésto, podían estar hirviendo y no pasaba nada para ella, mientras más caliente mejor.

También le decía eso a su esposo en momentos de intimidad.

Entre tonos rojizos su persona entró a través de una puerta de cristal, hacía el establecimiento que compartía con su mujer como un lugar especial: cierta florería que cerraba tarde.

El sueldo del productor no era nada despreciable, y las flores que le compraba a su esposa tampoco, motivando al dueño a mantenerse abierto hasta ciertas horas.

Un ramo de narcisos, con pequeños claveles y margaritas seguro sería el regalo perfecto para la fémina, pensaba que sería una buena disculpa, lo mínimo que podía hacer por ella.

Realmente deseaba su perdón.

[. * .]

Con su típica taza de colores incombinables —hecha por ella misma, igual que todas las demás de la casa— estaba sentada en su sillón, ese sillón en el que Roy sólo tenía permitido sentarse a menos que fuera en sus piernas, estaba empezando a tejer un pequeño conjunto, sin embargo, enojada aún, conociendo y expectante a la llegada de Roy, podía suceder en cualquier momento, y en cualquier momento le reclamaría pues.

Finalmente el sonido de la cerradura se hizo presente, Roy dejó el gran ramo atrás de su espalda y cobardemente se asomó a la sala de estar, encontrándose con la tétrica imagen de su mujer apenas alumbrada por una lámpara, cruzada de la pierna con una taza humeante a lado y unas agujas en manos, que si no hubiera esforzado la vista para ver el apenas comenzado estambre, apostaría a por qué su esposa estaba a punto de asesinarlo.

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