VII Bonhomía

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—¿Segura que quieres probar?

—Sí, no me importa.

Son cosas que diría en su momento y definirían mi futuro. Mis padres siempre decían algo curioso.

"¡No tomes drogas, hija, son malas!" Esa frasesita siempre resonaba por toda la casa, con un tono autoritario que siempre parecía ser definitivo. Era una frase repetida hasta el cansancio, casi mecánica, que nunca llevaba explicaciones ni advertencias reales, solo esa vaga idea de prohibición. ¿Qué tenía de malo? Nunca lo supe, porque nunca me dijeron, yo investigué y me salía que era medicinal. ¿Cómo algo qué es medicinal podría ser malo? Pensaba mi joven mente.

Una noche, como tantas otras, estaba en mi cuarto intentando concentrarme en las tareas del colegio, con una novela de fondo mientras las hacía, que me distraía de vez en cuando. El aire olía ligeramente a polvo, con un tono falso de aromatizante, como si la casa misma se resistiera al paso de los días sin ser limpiada. Los gritos de la sala se filtraban por las paredes, convirtiéndose en un eco punzante que no me dejaba pensar. Cerré los ojos con fuerza, pero los insultos seguían llegando a mis oídos como flechas certeras. 

—¡Eres una inútil! ¡No sirves para nada! —gritó él. 

—Por favor, no enfrente de la niña... —suplicó mi madre, con una voz ahogada y temblorosa. 

Sentí un nudo en la garganta. Solté el lápiz con mis manos temblando y caminé con pasos pesados hasta el marco de la puerta, cada paso se sentía más difícil que el anterior. Al asomarme al pasillo, las luces de la sala parecían más tenues, como si la intensidad de la discusión devorara la electricidad. Me detuve en las escaleras, viendo la escena desde arriba. Él, alto y robusto, agitaba las manos con fuerza. Mi madre apenas podía sostenerse junto al sofá, encogida como si intentara convertirse en nada para evitar el próximo golpe. 

El primer impacto resonó en el silencio que había en la casa, no habían ruidos, sólo golpes. Eran secos, crueles. 

—¡Eres una perra, ¿sabes?!

Quise intervenir, pero mis piernas se sintieron ancladas al suelo, como si alguien invisible me mantuviera inmóvil, impidiendo que me acercara a esa situación, sabiendo que me podría pasar lo mismo. Mis manos estaban heladas, y el calor de las lágrimas comenzaba a recorrer mi rostro antes de darme cuenta de que estaba llorando. En mi mente gritaba: "¡Para! ¡Detente!" Pero ni una palabra salió de mis labios. 

Me di la vuelta y corrí de regreso a mi cuarto. Cerré la puerta y me apoyé contra ella, como si el simple acto de bloquearla pudiera aislarme del horror. Miré la ventana; fuera, el cielo estaba encapotado y los árboles se mecían con el viento, como si la naturaleza misma compartiera la tensión de la casa. 

Pasaron unos minutos antes de que escuchara pasos en la escalera. Eran de mi madre. Su respiración era pesada cuando abrió la puerta sin mirarme directamente. 

—¿Estás bien? —pregunté en voz baja, aunque no tenía idea de por qué lo hacía. 

—Sí... —respondió con apenas un hilo de voz, evitando mostrarme su rostro mientras se ajustaba las mangas del suéter que cubrían los moretones en sus brazos. Luego, sin decir nada más, salió del cuarto y cerró la puerta tras de sí. 

Me quedé allí, de pie, sintiendo un frío que no venía del clima, sino del vacío creciente que se instalaba en mi interior. Esa noche me prometí algo. Prometí que jamás permitiría que alguien me tratara como él trataba a mi madre. Prometí que sería fuerte, que nunca dejaría que nadie controlara mi vida. 

No sabía, entonces, que esa promesa era solo una ilusión.  

—Disculpa que te interrumpa, ¿Pero cómo te sientes con todo eso?

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